lunes, junio 04, 2007

Zapatero ningunea al Ejército

LA celebración del Día de las Fuerzas Armadas tuvo este año como escenario la ciudad de León, donde más de cien mil personas asistieron al desfile de diversas unidades de los tres Ejércitos. El acto estuvo presidido por los Reyes y el Príncipe de Asturias, a quienes un año más no acompañó el presidente del Gobierno. Las razones que pueda aducir el jefe del Ejecutivo no serán, en ningún caso, más fuertes que las que hacían absolutamente indicada su presencia en León, que habría demostrado la sintonía de Rodríguez Zapatero con el protagonismo constitucional que ostentan las Fuerzas Armadas en la democracia española. Por su parte, los ciudadanos de León respondieron masivamente al homenaje a los Ejércitos españoles. Sus Majestades los Reyes y el Príncipe Don Felipe imprimieron al acto la máxima solemnidad con su presencia. Todo esto acentúa el carácter impertinente de la ausencia de Zapatero, quien parece tratar a las Fuerzas Armadas en función de su utilidad para el discurso pacifista y angelical que ha impuesto en su política exterior.
Para el Ejecutivo, el Ejército sólo existe si lleva el casco azul de Naciones Unidas y se embarca en misiones que sólo admiten la calificación de «humanitarias». De todo esto se resiente la imagen del Ejército ante la sociedad española, al no ser políticamente reconocido en toda su dimensión constitucional e histórica, como sucede en la mayoría de las democracias europeas y anglosajonas, que ven en sus Fuerzas Armadas un argumento de cohesión nacional y de vertebración social. La ausencia de Zapatero en estas jornadas sólo consigue distorsionar la imagen del Ejército, porque es muy negativo que el poder político no respalde al estamento militar en estos actos de identificación con la sociedad. Sin embargo, la trayectoria política del Gobierno no hace insólita esta actitud de Zapatero, que ha tomado decisiones en materia de política internacional y nacional muy equívocas sobre el papel del Ejército. En este sentido se enmarcan decisiones como la negativa a ampliar el contingente español en Afganistán o la contumaz resistencia a asumir que nuestras tropas en este país o en Líbano corren riesgos muy graves, porque son zonas de conflicto militar. La huida a la carrera de Irak no fue menos dañina para el prestigio de España en las operaciones aliadas de seguridad.
Pero no sólo en el ámbito exterior el Gobierno ha tratado torpemente la imagen de las tropas españolas. También en la política nacional se constata el fracaso de la profesionalización del Ejército -resultado que ya venía cuajándose desde la anterior legislatura-, a duras penas compensado con la incorporación creciente de soldados iberoamericanos, sin que la supresión del servicio militar obligatorio se haya visto integrada con medidas de inserción social de las Fuerzas Armadas que atrajeran el interés profesional de los jóvenes españoles. La polémica sobre las retribuciones salariales es también otro factor de malestar en el Ejército, que se suma, en definitiva, a una falta de política de defensa combinada con una adecuada difusión pedagógica del papel de las Fuerzas Armadas, más allá del edulcorado escenario que propicia el casco azul y la ineficiente ONU.
Tanto más lamentable es esta situación, cuanto más se comprueba el excelente trabajo que realizan los oficiales y soldados españoles allá donde son enviados para misiones de pacificación y seguridad. Nuestras tropas cumplen ejemplarmente sus cometidos hasta donde se lo permiten las instrucciones políticas del Gobierno, y pueden enorgullecerse de no haberse visto involucradas en episodios de violación de derechos humanos, como ha sido frecuente en algunas misiones de Naciones Unidas. La capacidad mediadora de los mandos con la población civil ha sido decisiva en lugares como Bosnia, e incluso Irak, durante el tiempo en que permanecieron realizando tareas de apoyo al Gobierno interino de Bagdag. No cabe duda de que el Ejército merece un reconocimiento que el Gobierno esconde entre eufemismos y prejuicios.

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