Un día, dando su clase en Canadá a universitarios, el profesor Robledo se quedó pasmado: uno de sus alumnos se estaba zampando un plato de espaguetis. Y el chico, entre bocado y bocado, seguía manteniendo el interés por la explicación. Se le veía en la cara. A la salida, Robledo preguntó a otros colegas: ¿esto es normal aquí? "Antes no lo era, pero ahora tienen problemas con los horarios y a veces no tienen tiempo para comer". Pues nada, como la clase seguía siendo cordial y respetuosa, Robledo ya no se fijó más en los yogures ni en los bocadillos que circulaban por allí.
"Aquí no sólo se enseña, también se convive, trabajas con personas y hay que darlo todo cada día. Tengo autoridad, pero estoy a su servicio"
"La ayuda de los padres es fundamental, pero también la nuestra para completar aquí la educación que traen de casa"
"Cada clase es un mundo, cada chico, distinto, y el mismo grupo cambia si la explicación es a primera hora de la mañana o al final de un viernes"
He sentido vergüenza retroactiva: "Recuerdo cuando yo era alumno y hacía cosas pensando que no me veían. El profesor lo ve y lo oye todo"
En septiembre pasado, ya en España, Jesús Robledo se enfrentó por primera vez a alumnos de secundaria en el instituto Pío Baroja de Madrid. El novato de entonces tenía generosas expectativas sobre lo que sería su relación con los chicos. Incluso utópicas, le dijo entonces una compañera veterana. ¿Qué ha ocurrido en estos meses? Se ha llevado trabajo y preocupaciones a casa y algunos días ha arrastrado hasta el metro la misma imagen apaleada de sus colegas. Pero, ¿y lo que nos hemos reído?, como decía el chiste de Gila. "Ha sido muy divertido, son muy espontáneos y muy espabilados, tienen cada ocurrencia". Este profesor de Lengua y Literatura le pone un nueve a su paso por este curso.
"Un día me doy la vuelta y descubro a un niño con un peluche, bien grande, abrazado a él. O aquel otro que sacó una colección de muñequitos y los puso en fila en la mesa y a jugar. En estos casos estaba claro que no lo hacían buscando la provocación". Así que Jesús, paciente -"hay que tener mucha paciencia"-, les hizo ver que el instituto no es el sitio para eso.
Hacia el mundo adulto
Las anécdotas que cuenta hablan de un alumnado que no ha soltado amarras de primaria, donde la clase era una prolongación de la casa. De niños que se molestan porque los muchos profesores que ahora tienen a diario les obligan a ensayar métodos distintos, relaciones diferentes. "Yo les he dicho que el mundo adulto es diverso, que cada quien es como es, que serán mayores y tendrán varios jefes a los que adaptarse y que la ventaja respecto a primaria es que si un profesor no les gusta sólo tienen que verlo una hora de vez en cuando, no todo el día".
Jesús ha descubierto una de las grandes verdades de la educación: "Aquí no sólo se enseña, también se convive, trabajas con personas y hay que estar dispuesto a darlo todo cada día. Ellos tienen problemas, frustraciones, alegrías, es una edad muy influenciable. Tengo autoridad pero estoy a su servicio".
Jesús cree que hay dos modelos de enseñanza y cada profesor derrota hacia el que va más con su persona: está el que opta por infundir confianza en los chicos, la clase transcurre más a gusto y quizá se pierde un poco en rendimiento académico; el otro es el que transmite respeto y desarrolla una clase más tensa pero logra volcar más contenidos. Él es de los primeros. "Un día me dijeron que íbamos por la página 70 del libro y sus amiguitos de otra clase por la 100. Acepto la crítica, no quiero que se desenganche ninguno, dedico parte de mi hora a estudiar en clase cuando veo que es necesario, y de las interrupciones, les dije, tenemos todos la culpa". Sin embargo, con otro grupo iba más adelantado. "Cada clase es un mundo, cada chico distinto y el mismo grupo cambia si la explicación es a primera hora de la mañana o un viernes antes de salir".
Este profesor ha experimentado el placer de barruntar en sus alumnos el germen de lo que serán los adultos del futuro: el talentoso, el divertido, el creativo, el carismático. "Les falta experiencia, todavía son inocentes, pero ya se ve lo que van a ser". Se ha encontrado con una generación de adolescentes con dos grandes virtudes: "Son absolutamente tolerantes con los diferentes y han aprendido a reivindicar sus derechos; cuando yo estudié no ocurría eso". Por el contrario, cree que no han asumido que eso conlleva unos deberes. "Ya les he dicho que les puedo explicar un día por qué tienen la obligación de cumplir con sus deberes, pero no a todas horas. Tienen que hacerlo porque es lo que toca a su edad y en un instituto; les falta la ética del esfuerzo. A pesar de ello, no he tenido grandes conflictos, creo que me dieron unos grupos muy buenos, porque era novato", agradece.
Ha lidiado con el absentismo, dialogando mucho con el chaval que no va a clase, con el que siempre llega tarde adrede para pasar la hora en el patio. Ha llamado a sus padres, ha enviado cartas, ha seguido los trámites, lentos y burocráticos... Y ha logrado que alguno de esos chicos díscolos despegaran por fin en la última evaluación.
"La ayuda de los padres es fundamental, pero también la nuestra para completar aquí la educación que traen de casa. Los padres que trabajan de sol a sol no pueden hacer más. El instituto es el sitio donde deben aprender a hacerse adultos. Y los profesores a veces cometemos el error de querer que aprendan todo lo que nosotros sabemos. Esto no es la universidad".
¿Parece un profe blando? No siempre. "No te puedes reír todo el día, pero tampoco ser un ogro permanente". Pero quién no se reiría cuando, al volverse de la pizarra, uno descubre que "las niñas han sacado el kit de belleza y se peinan y maquillan entre ellas". Jesús les dice: "Ya está bien, podéis ir cerrando la peluquería".
El profesor ha sentido a veces vergüenza retroactiva. "Ahora me acuerdo de cuando yo era alumno y hacías cosas pensando que el profesor no me veía. Y eso que entonces tenían tarima. Aunque los alumnos no lo crean, el profesor lo ve todo y lo oye todo".
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