lunes, junio 25, 2007

La Iglesia juega con ventaja: quiere ser libre pero también seguir enganchada a los Presupuestos

Ahora que hace 30 años de casi todo, tal vez merezca la pena echar un vistazo a una norma un poco más reciente que vio la luz en los albores de nuestro sistema democrático. Concretamente en 1985, cuando como todo el mundo sabe gobernaba el Partido Socialista con mayoría absoluta. Y el ‘pragmático y moderado’ Felipe González, como lo llamó Ronald Reagan en sus diarios, era el inquilino de la Moncloa. La ley atiende al nombre de Ley Orgánica Reguladora del Derecho a la Educación y en ella, al margen de otros dislates que no vienen al caso, aparece la fuente de muchos de los problemas de nuestro sistema educativo desde el punto de vista de la financiación. Y el origen de los frecuentes encontronazos con la Conferencia Episcopal.

Esa ley fue la que dio carta de naturaleza al demencial sistema de conciertos con la enseñanza privada, y que en líneas generales se basa en que los poderes públicos -antes la Administración central y ahora las comunidades autónomas- pagan el coste de la educación en los centros privados siempre que estos cumplan unos determinados requisitos. Como todo el mundo también sabe, la mayoría de los centros acogidos a esa ley son de carácter religioso, por lo que de vez en cuando saltan chispas entre el poder político, elegido democráticamente en las urnas, y el poder eclesiástico, que desde luego no responde al principio del sufragio universal. Una particularidad que, por cierto, para nada, deslegitima sus posiciones, toda vez que sus fieles lo han querido así. Cada organización social -y la Iglesia no deja de ser una de ellas, sin duda muy relevante- tiene derecho a decidir su funcionamiento con total libertad.

Las peleas Iglesia-Estado

En unas ocasiones, las peleas tienen que ver con la cuantía de los módulos que se aplican a los centros concertados y que son revisados cada cuatro años por los responsables políticos. En otras, tienen que ver con el estatus de los profesores de religión –el Estado paga y quien manda es la jerarquía católica-. Y, por último, la disputa más reciente se refiere a la puesta en marcha de una nueva asignatura que lleva por nombre Educación para la Ciudadanía.

Lo primero que sorprende es que la ley de 1985 está imbuida de una filosofía: “Toda práctica confesional tendrá carácter voluntario”. Una declaración de intenciones que se complementa con otro principio de más alto rango, el que emana de la propia Constitución española, que deja meridianamente claro el carácter no confesional del Estado.

Sin embargo, y aquí está la paradoja, el Estado financia no sólo la enseñanza religiosa que se imparte en los colegios concertados y públicos, lo cual no deja de ser un contrasentido, sino que ha convertido a los colegios religiosos en una parte básica del sistema. De hecho, la norma habla de que la enseñanza obligatoria se articula a través de los centros públicos y privados, situando a ambos en el mismo plano. Parece razonable que desde el punto de vista académico, ambos sistemas se sitúen en un mismo nivel. Y todavía es más razonable que los padres puedan elegir entre centros públicos y privados. Nada que objetar desde este prisma. Es evidente que tanto la libertad económica como la libertad de conciencia requieren para su aplicación de la libertad de elegir entre centros públicos y privados.

Pero dicho esto, lo que es un verdadero disparate es que el Estado financie actividades privadas, como son las que desarrolla la Iglesia católica en el marco de su soberanía. Lo que ocurre con la educación concertada es como si los poderes públicos -en este caso el poder judicial- renunciaran a impartir justicia y, en su lugar, lo hicieran los despachos de abogados en régimen de concierto mediante jueces profesionales capaces de dictar sentencia. O que una parte de la defensa nacional estuviera en manos privadas mediante la firma de acuerdos de colaboración con ACS o FCC, pongamos por caso. O que los hospitales privados -que tienen todo el derecho a existir- vivieran exclusivamente del Estado mediante una especie de contrato programa por el que tendrían que regirse como si se trataran de una empresa pública como Hunosa o RTVE.

Es de sobra conocido que la ley de 1985 que dio carta de naturaleza a los sistema de conciertos educativos -y a su posterior desarrollo reglamentario- nació en un contexto verdaderamente delicado para el Estado desde el punto de vista de las finanzas públicas. Eso explica, sin lugar a dudas, que el Gobierno de entonces tuviera que echarse en manos de los centros privados -la mayoría de corte religioso- para poder ofrecer una enseñanza gratuita. Pero han pasado 22 años de aquella ley y probablemente ya va siendo hora de que la norma sea revisada al fondo. Poniendo a cada uno en su lugar. A la Iglesia Católica, ofreciendo sus servicios con total independencia del Estado, y al propio Estado, invirtiendo en centros públicos para poder cumplir el principio de gratuidad de la enseñanza. Es lo que tiene la separación de poderes, pero mal se puede hablar de este principio cuando una de las partes continúa enganchada a los Presupuestos Generales del Estado –como, por cierto, se hace con la aportación a la Iglesia católica que se articula a través del IRPF-.

En una palabra, que quien quiera una educación privada -algo legítimo- debe pagársela de su bolsillo, lo que no quiere decir que se no se puedan poner en marcha líneas de ayudas, subvenciones u otros estímulos fiscales para cumplir el derecho a la educación que la Constitución -con buen criterio- incorpora. Pero de ahí a situar en el mismo nivel a la enseñanza pública y la concertada hay un trecho.

Este es, sin lugar a dudas, el origen del actual problema sobre la enseñanza de una asignatura que el Gobierno–con la legitimidad que le da el sistema democrático- ha decidido poner en marcha. Si hubiera una verdadera separación de poderes Iglesia-Estado, el problema no existiría. Tan sencillo como eso.

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