04.06.07 @ 18:30:57. Archivado en Oleaje verde
En el Sahel el agua es el bien más codiciado y más escaso. En la estación seca hallar una brizna de hierba verde es el objetivo esencial de los rebaños de vacas, cabras, camellos y herbívoros salvajes. Pero lo que encuentran es, en cada acacia, en cada matorral, prendido en cada matojo, bolsas de plástico que se agitan convulsamente movidos por el harmatán, el duro viento del desierto. El plástico “adorna ” cada arbol , abraza lo pies de cualquier pequeña mata, se arrastra por todo el desierto, hasta encontrar asidero y allí, como una garrapata negra, se aferra pespunteando con su suciedad todo el horizonte.
Los alrededores de los poblados africanos de toda la franja subsahariana, sumidos la mayoría en el neolítico, aportan al paisaje como elemento de modernidad una atroz contaminación del plástico. La bolsa de plástico , extendida desde los emplazamientos humanos a decenas de kilómetros a la redonda, no es en absoluto signo de riqueza, sino de miseria.
La vista se le ha entristecido a uno muchas veces ante el penoso espectáculo. Y no solo en el sahel sino en todo el mundo. En el mundo primero y en el último. En esto tienen razón los “gringos”. Ellos siempre con su bolsita o bolsaza de papel. Que se degrada, que se deshace, que desaparece. El plástico no. Supone la porquería eterna.
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