A este Gobierno tan escrupuloso soi disant se le va a colar un camello batasuno someramente disfrazado por el ojo de la aguja de la Ley de Partidos, pero en materia de revisionismo y simbología mantiene una asombrosa atención a los detalles y no da puntada sin hilo. Todo lo que signifique reinvención de la política o ruptura con el pasado inmediato excita su imaginación con una creatividad cargada de matices, y le provoca un activismo de alta productividad para el que no hay elemento de menor cuantía. Nada escapa, por nimio que parezca, a este compulsivo afán de reescritura histórica. Ni siquiera un simple logotipo.
En los periódicos ha aparecido con letra pequeña la convocatoria de un concurso para elegir un nuevo logo gubernamental. Ya saben, un dibujito, un pictograma, un emblema con el que representar la identidad corporativa en membretes, cartelería, papeles y demás soportes de comunicación oficial. Un sello, un distintivo de la Administración del Estado. Nada raro... salvo que ese logotipo ya existe, y lo que en realidad se va a hacer es sustituirlo. Porque se trata, ni más de menos que del escudo constitucional de España.
Sí, sí, el escudo. Con sus corona, sus dos columnas, su castillo, su león, sus barras aragonesas, sus cadenas navarras y su granadina granada. El blasón histórico del Reino de reinos que es España. Ése es el emblema, potente, explícito e inconfundible, que encabeza e identifica desde hace años la papelería y la publicidad del Gobierno, y que a alguien debe de haberle parecido una antigualla impropia de la rutilante modernidad zapaterista, una rancia reliquia anacrónica y políticamente incorrecta para la plural nación de naciones del nuevo edén del confederalismo. A la basura con él, pues; paso libre a la abstracción icónica que eluda cualquier motivo de agravio de los nacionalismos y diluya entre novedosos y vanguardistas diseños de colores las referencias explícitas del pasado nacional.
Están en todo. A un Estado débil, vaporoso, fragmentado e impreciso, con competencias cada vez más escasas y menos integradoras, le corresponde una identidad visual abstracta, banal, genérica, como la de una marca comercial de vago contenido nominalista. Nada de referencias históricas a conceptos «discutidos y discutibles». Un simbolito trivial, un ideograma ligero, una insignia escueta y descomprometida que desasocie al Gobierno de toda connotación de arraigo histórico, de compromiso nacional o de proyecto colectivo y lo relacione con la idea indolora de una empresa de prestación de servicios. Y aún habrá que dar las gracias porque, entre las condiciones del concurso, figure la presencia de la palabra «España» y la obligatoriedad de inspirarse en los colores de la bandera nacional. Porque, tal como están las cosas, tal como sopla el viento deconstructivista y tal como discurre el proceso de reinvención adánica, podrían haber aceptado el morado republicano en el código cromático y sustituido el nombre de la nación por el de «este país».
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