NO seamos ilusos. Los resultados podrían haber sido peores, pero esperanzadores lo son muy poco. Seamos francos todos aquellos que, sincera y abiertamente, creemos que la legislatura actual bajo el presidente del Gobierno socialista, José Luis Rodríguez Zapatero, es la más nefasta, en lo humano, en lo moral, en lo político y en lo cultural, que hemos vivido los españoles desde el final de la dictadura. Aunque estemos convencidos de que no existe determinismo histórico alguno. Y otorgando que incluso gente de su calidad puede hacer algo constructivo, eficaz y beneficioso para los españoles, de no estar tan enfrentada a sus limitaciones, miedos y miserias ideológicas y personales.
No a muchos humanos les está dado el saltar por encima de su propia sombra. Rodríguez Zapatero es probablemente de los menos capaces para ello, orgulloso prisionero de su sombra menor como pocos. Nadie le puede negar su buena voluntad al comienzo de su inesperada e inverosímil singladura por el poder. Y nadie hoy puede ya cabalmente defenderla a la vista de sus resultados nefastos para la convivencia de la sociedad que juró defender, y tan corrosiva como tóxica para las instituciones y el sano fluir de las relaciones humanas que crean industria, economía, urbanidad y sociedad propia.
Malo es que en momentos de angustia, zozobra y mudanza los españoles nos dejáramos voluntariamente encelar en esa su sombra triste, pobre y escasa. Y esa culpa no es suya. Pero dramático sería que tuviéramos que depender de su patética figura para fugarnos de esa umbría que amenaza con lanzarnos directamente a oscuridades que los españoles hemos combatido con éxito y desde luego no merecemos. Pero nadie crea tampoco que negarle en un domingo un par de votos a quien tanta loza ha roto es un gesto de dignidad definitivamente liberador. Ni mucho menos. Nadie piense que el daño que se le ha hecho al tejido social, político y emocional bajo esta tropa de flautistas más o menos convencidos, más o menos bribones, será reversible a corto plazo. De ahí que, ante los resultados habidos, sólo cabe humildad y mucha cautela por parte de quienes creemos que José Blanco, José Luis Rodríguez Zapatero, Cándido Conde Pumpido, el ministro Bermejo y tantos otros acabarán en un pie de página de la historia de España mezclados con otros protagonistas de esta triste fase que nos ha tocado vivir, como son José Ternera, José Luis Eguiguren, Patxi López, Pernando Barrena y demás.
No nos dejemos, por tanto, llevar por esos entusiasmos que a algunos puedan generar 160.000 votos de españoles con que el Partido Popular de don Mariano Rajoy supera ahora la cosecha del Rey Arturo de la Moncloa. Nada supone en realidad para el estado de las cosas y ante todo para la salubridad del Estado que la calle Ferraz contara el domingo con un estadio Santiago Bernabéu y medio menos de votos que la calle Génova a las diez de la noche. Nada importa en este sentido darle la razón a cualquier tucán mequetrefe que intenta intoxicar. Seamos claros y duros con nosotros mismos, porque mucho nos importa lo que hay en juego. No son unas decenas de miles de votos tornadizos o guadianos entre convocatorias electorales las que harán tornar una suerte de España que muchos creen haber logrado ya cambiar con artificios y transformaciones que ellos se prometen irreversibles, pero injustificables, tramposos, ilegales y torticeros. Navarra parece condenada, en el País Vasco el terror tiene ya financiación oficial y el resto de España comienza a ver cómo el clientelismo ideológico da más miedo que las películas de serie negra checoslovacas. No lean a Pawel Kohout si no quieren, pero esta es aún la hora de las especies más mentirosas.
Muchas cuestiones que esta malhadada legislatura ha inventado e impuesto para mayor gloria de apaños y trueques políticos grotescos de tontilocos sí son alarmantes y nos van a hacer daño a nosotros y a nuestros hijos y nietos. Frenarlas es mero patriotismo. En las reformas institucionales basta con hablar del egoísmo, del ventajismo y la cobardía, pero ante todo de esa mentira tan reiterada como insultante que nacionalistas e izquierdistas han convertido en el motor de parcelar la realidad, la pasada en la historia y la presente. El espectáculo de falacia y chantaje que nos han ofrecido esas fuerzas que —sólo por respeto a Ignacio Camacho aún no llamo, de absoluto acuerdo a su perfecta vocación, «nacional-socialistas»— nos ha convertido a los españoles, incluidos aquellos que dicen no serlo, en absolutos peleles de un mensaje mágico en la política que apuesta por todo y por ello se convierte en una aventura involucionista, liberticida y quién sabe si muy gravemente peligrosa para la integridad física de los españoles. Las aventuras del poeta Georg Trakl en Múnich o del misionero bolchevique Bela Kun en Budapest, o tantas otras que en el siglo veinte desafiaron al sentido común, se aliaron con lo peor posible, se entusiasmaron con el experimento social y anunciaron grandes dichas siempre a cambio de terribles sacrificios hacen honor a Zapatero y a toda la para nada sagrada alianza de oportunistas, izquierdistas «new age», cobardes, rampantes del negocio y la palabra y otros seres siniestros que quieren compensar sus abismales imperfecciones de carácter y proyecto con la rotundidad de sus objetivos. No les pasa otra cosa a los asesinos y sus corifeos en el País Vasco, deprimidos hasta el ingreso terapéutico hace cuatro años. Entonces todos buscaban trabajos en la empresa privada o la diputación. Hoy con Zapatero, pletóricos de derechos en una ANV tan procaz, han vuelto a la épica. Nadie desmiente nada ya. Los peores periodistas que han ayudado a Zapatero a difamar a quienes criticaban el proceso titulan ya, sin complejos, «Batasuna irrumpe». Ni se acuerdan de sus mentiras. Eso es falta de respeto.
Con tanta miseria de desparpajo militando en defensa del terror ventajista, puede que algunos todavía divaguen sobre lo que sufre Zapatero en dejar en manos de los terroristas las listas de los censos y el dinero atribuible. Pero lo peor es la mala fe, la percepción del enemigo equivocado, el odio gratuito de quienes se sienten seguros en el coqueteo del guerracivilismo. Y los socialistas en el País Vasco, pero también en Cataluña y en la calle Ferraz. Y tanto medio periodístico y firma decrépita que sólo ve enemigos en José María Aznar, un hombre al que volaron dentro de su coche esos chicos de la paz. No han dejado durante toda esta legislatura malhadada de pregonar esa mala fe que dirige su mirada de odio hacia quienes denuncian sus mentiras. Zapatero es su Arturo mágico. El fracaso perenne. A costa siempre del prójimo. Nuestros enemigos reciben ánimos, expectativas, fuerzas, dinero o mesas del buen comer. Dice Arturo Alicia que «una de las cosas buenas de la democracia es que permite estar a todos contentos». No todos están tan contentos y sin haber perdido, como en su caso, una y otra vez las apuestas a la posteridad, eso sí, siempre con moneda ajena, de todos los españoles. No nos alegramos siquiera de que su partido haya sido humillado, y sus decenas de miles de militantes de Madrid sacrificados en su esfuerzo y dignidad. Es increíble que haya ahora gente en España que hable de Kirov, el jefe comunista de Leningrado. La hay. La subcultura socialista de Zapatero no sabe nada de Sergei Kirov ni de nada que no sean ocurrencias propias. Por eso creen que lo inventan todo. A partir de la misteriora muerte de Kirov el partido dejó de existir como órgano de debate. Cierto, un candidato propuesto por Stalin no habría pasado el ridículo de Miguel Sebastián. Visto el capítulo De Juana y el de Otegui, el nuevo de ANV y las conversaciones clandestinas con ETA, mi confianza en el Gran Timonel, presunto defensor de las instituciones del Reino de España, es muy escasa. Pero grande es mi decepción por el hecho de que los españoles no hayan respondido con la reacción que pudieran a quien juega con nuestra suerte, dignidad y seguridad —para arrinconarlo en el triste lugar de la historia que merece.
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