DOS años después del tsunami que arrasó el sureste asiático se han celebrado en Indonesia, Tailandia y otros países diversos actos en memoria de los 230.000 muertos y miles de desaparecidos, según las cifras oficiales. Aquellas olas gigantescas destruyeron pueblos enteros y múltiples complejos hoteleros. Sin embargo, la vida sigue: los turistas han vuelto, algunos promotores continúan especulando con el precio del suelo y las gentes del lugar prefieren hablar lo menos posible para no espantar a los visitantes. Vivimos en una sociedad del riesgo en la que se acelera el peligro de catástrofes y se multiplican sus efectos. El progreso científico no ha conseguido evitar que las fuerzas de la naturaleza, una vez desatadas, arrasen con todo lo que encuentran a su paso. El caso del huracán Katrina demostró que no es sólo un problema de las zonas menos desarrolladas. Pero es evidente que el drama se multiplica considerablemente por culpa de una mala gestión de las situaciones de crisis. En el caso del tsunami, la ayuda internacional apenas ha logrado paliar los daños. Por una parte, porque falta un organismo mundial capaz de actuar con eficacia, una misión que la ONU debería asumir bajo mandato de la comunidad internacional. Por otra, porque la corrupción generalizada en determinados gobiernos hace que las ayudas nunca lleguen a sus destinatarios sino que se pierdan en trabas burocráticas y -lo que es peor- enriquezcan a políticos y funcionarios sin escrúpulos. Aunque sea en un plano simbólico y casi anecdótico ante la magnitud del drama, es llamativo que el monumento en memoria de las víctimas en Tailandia (adjudicado por concurso a dos arquitectas españolas) no se haya puesto en marcha, en teoría, por falta de presupuesto.
A día de hoy, escasean los sistemas de alerta contra un nuevo tsunami que parecen limitarse a unos precarios centros de comunicaciones, algunas torretas de vigilancia y unas cuantas boyas marinas. La previsión más optimista apunta a que, si se repitiera el drama, las autoridades dispondrían de 45 minutos para evacuar a los posibles afectados, un tiempo insuficiente a todas luces. Las medidas preventivas son las únicas eficaces para luchar contra la naturaleza desbocada. No se ha avanzado en los mecanismos de detección ni se han instalado alarmas útiles a pesar de que la tecnología está en condiciones de aportar nuevos elementos. El peligro acecha otra vez: ayer, un tsunami de un metro de altura se dirigía a Filipinas como consecuencia de un terremoto en la costa de Taiwán. Un drama semejante al ocurrido hace dos años podría repetirse en cualquier momento, pero nadie parece dispuesto a poner los medios para encauzar la situación. Es probable que estos fenómenos estén relacionados con el calentamiento de la tierra y con otras circunstancias que reflejan el creciente desencuentro entre el hombre y el planeta. Las declaraciones retóricas que se multiplican en los foros internacionales no sirven para nada y es evidente que una política seria y rigurosa de medio ambiente (sin oportunismos ni demagogias) se ha convertido en una necesidad ineludible a corto y medio plazo porque si no se pone remedio a las causas, será inevitable después lamentar las consecuencias.
Desde el punto de vista sociológico, el tsunami de hace dos años es la expresión de esa nueva realidad que responde al nombre impreciso de «globalización». La transmisión en directo de las imágenes espectaculares, la existencia de una docena de países afectados y de gentes de múltiples nacionalidades entre las víctimas y la respuesta internacional, mejor o peor coordinada, son fenómenos muy significativos al respecto. También lo es el papel desempeñado por muchas personas anónimas que actuaron como informadores improvisados, de acuerdo con esa nueva realidad que se conoce como «periodismo ciudadano». Imágenes tomadas por teléfonos móviles, vídeos grabados sobre la marcha, enlaces a través de sms y de internet, son ya la expresión imparable de que vivimos en un solo mundo y tenemos que conseguir entre todos gestionarlo de forma razonable. Las víctimas del tsunami merecen al menos una llamada colectiva a que se aplique el sentido común.
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