miércoles, enero 10, 2007

El Estado en el alero

YA tenemos todos los elementos -fácticos y argumentativos-para diagnosticar la situación que ha creado en España el llamado «proceso de paz», cuya denominación jamás ha hecho justicia a su contenido material. Desde su arranque -seguramente en mayo de 2004, cuando el presidente del Gobierno recibe la oferta negociadora de ETA-y, desde luego, a partir de la declaración por los terroristas de un mendaz «alto el fuego permanente», éste no ha sido un proceso de paz -nunca ha habido guerra- sino de negociación política en el que la organización criminal ha jugado con un arsenal político -el de sus reivindicaciones tradicionales, coartada sólo de su deriva mafiosa- y con otro coactivo -el de su violencia, que eclosionó brutalmente el pasado día 30 de diciembre en el aparcamiento D de la T4 del aeropuerto de Barajas.
Entre aquellas fechas y ahora, los terroristas han ido ganando posiciones en la misma medida en la que las perdía el Gobierno, hasta el punto de combinar -sin reproche gubernamental de fuste- una nominal situación de «tregua» con las expresiones más acabadas de la delincuencia terrorista. Hasta el asesinato de dos ciudadanos cuando el año boqueaba y el presidente del Gobierno se las prometía -y nos las prometía a los demás- tan felices. Pero cuando la situación naufraga dramáticamente es en el momento en que debió ser más sólida para el Estado y más precaria para la banda criminal: el 30-D, José Luis Rodríguez Zapatero hace una salida en falso ante la opinión pública en la que comete el peor de los errores al suspender pero no romper el llamado «proceso de paz» tras el atentado de Barajas con víctimas mortales. Aunque sus colaboradores intentaron -con poco éxito, ésa es la verdad- remediar el yerro presidencial, la renuencia del jefe del Gobierno a deshacer con una manifestación expresa de ruptura el tal «proceso» entregaba a ETA, otra vez, el dominio de la situación porque la banda -y todos los que atónitos observábamos el deambular dialéctico del inquilino de La Moncloa- podía comprobar que esa iniciativa negociadora era y es, en realidad, la clave de bóveda de la política de Rodríguez Zapatero.
La ruptura gubernamental del proceso era quebrar también el sistema de pactos del Gobierno con los nacionalistas -el vasco y el de ERC- e implicaba arrumbar el revisionismo que propugna el presidente de la gestión de la Transición y de la propia Constitución española de 1978. Y sobre todo: abdicar del «proceso de paz» frustraba el propósito, menos evidente pero más audaz, de todos cuantos se ha propuesto Rodríguez Zapatero, que en palabras del catedrático José Varela Ortega consistía -y sigue consistiendo- en excluir del sistema al Partido Popular por la vía del aislamiento.
De ahí que el presidente no pueda -en realidad, no quiera- negarse a sí mismo y jamás haya pronunciado el verbo romper ni haya consentido -y José Blanco es un ejemplo plástico de su ferocidad disciplinaria- la más mínima autocrítica. La navegación en solitario del todavía ministro de Interior, Alfredo Pérez Rubalcaba, con unas inequívocas declaraciones -ayer mismo- a The New York Times, negando cualquier posibilidad de negociación con ETA tras el atentado del 30-D, no pueden considerarse en modo alguno como un eco de la estrategia del presidente del Gobierno, sino como la posición -sensata- del responsable de la lucha policial contra la banda terrorista. En circunstancias normales, bastarían las afirmaciones ministeriales para cerrar el horizonte negociador a los criminales, pero esta cuestión la ha interiorizado el presidente como personalísima de tal manera que sólo él es el portavoz de sí mismo, como se ha venido demostrando en estos diez últimos días.
El comunicado difundido ayer por ETA no necesita una exégesis demasiado perspicaz. Se dirige al Estado -no ya al jefe del Gobierno- para advertir amenazadoramente con «respuestas» que serán «acordes con la actitud del Gobierno español», de tal suerte que conmina al Ejecutivo a llegar a «un acuerdo político» -nada pues de dejar las armas, ni remotamente- imponiendo una trayectoria negociadora en la que debe garantizar a los terroristas la más completa impunidad. Esta es la peor ETA, es decir, es la ETA de siempre la que se pronunció ayer: la ETA que transfiere brutalmente la responsabilidad de sus crímenes al Gobierno y a la sociedad; la ETA que encubre su factura mafiosa en una retórica de nacionalismo guerrillero; la ETA bravucona y sanguinaria que esgrime «las respuestas» con muerte y destrucción; la ETA que amilana a los nacionalistas -con lo poco que ellos necesitan para amilanarse, en unos casos, y para aprovecharse del matonismo etarra, en otros- significándose como la vanguardia del movimiento que fundara Sabino Arana.
En todos los párrafos del comunicado de la banda, emerge un hedor insoportable para la más hipertrofiada de las pituitarias democráticas. La organización criminal, ante un presidente desconcertante y asido con obsesión a una misión salvadora que nadie le ha encomendado, echa un pulso al Estado, al que las renuencias y silencios de Rodríguez Zapatero sitúan inestablemente en un peligroso alero si acaso -como muchos temen- el jefe del Ejecutivo cae en la terrible tentación -pública o simuladamente- de entrar de nuevo al capote de los criminales. Sus ansias infinitas de paz -de las que la mayoría participa- deben serlo igualmente de libertad, y sin ésta aquella no existe. Y es a la libertad de ser lo que somos -Nación y Estado de Derecho- a lo que apunta directamente la renovada amenaza de la banda criminal.
No hay dramatismo en estas palabras, sino la comprobación de que ETA apura cuando percibe las contradicciones del sistema democrático español; cuando tiene constancia de que el presidente del Gobierno ha iniciado una revisión general del largo camino recorrido por la España alumbrada en 1978; cuando comprueba que Rodríguez Zapatero prefiere al PNV y a ERC que al PP; cuando le consta que el responsable del Gobierno persigue la constitución de un nuevo eje de poder que excluya a la derecha democrática española. ETA explota y rentabiliza así la crisis de Estado en la que España se encuentra por la acumulación de políticas erróneas -frívolas, unas; perversas, otras- que han dado al traste con un escenario de histórica e inédita estabilidad política y social.
ETA, sin embargo, sólo tiene una sustantividad mafiosa y criminal. La banda es instrumental -aunque sus dirigentes crean lo contrario- de otros intereses políticos bien acomodados en los recovecos del sistema. Son esos intereses -y el primero de ellos consiste en la disolución de la Nación y de la sociedad española como entidad histórica y como proyecto unitario de futuro- los que militan en el «diálogo» y en las jeremíacas apelaciones a la «paz», mientras que aquellos que han sufrido las consecuencias de esa guerra -las víctimas de ETA, los exiliados y los transterrados- pretenden la resistencia frente a la coacción, la destrucción y el asesinato. El comunicado de ETA conocido ayer -desafiante, brutal y tabernario-, de aliento criminal, trata de reintroducir el llamado miedo difuso, algo así como la generación de un estado de inquietud y ansiedad que haría comprensible que el presidente del Gobierno prestase oídos a esa reiterada trampa.
Rodríguez Zapatero no ha de caer en ella; acaso deba renunciar en parte a su proyecto político; es posible que tenga que desandar caminos ya recorridos; puede que sus expectativas se hayan evaporado; puede, incluso, que sienta en la nuca el aliento de su final político. Antes que él y sus criterios; mucho antes que sus ansias infinitas de paz; antes también que sus percepciones y determinaciones, antes, asimismo, que su propia supervivencia como presidente del Gobierno, si el caso fuera, se encuentra la integridad del Estado que ETA ha puesto en el alero y que a él corresponde garantizar en una plenitud que los terroristas le piden que cercene. La democracia es severa con quienes no entienden que su esencia es la dignidad.
JOSÉ ANTONIO ZARZALEJOS
DIRECTOR DE ABC

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