EN el día después del atentado del aeropuerto de Barajas, el PSOE no ha podido cambiar su inercia y, a través de su secretario de Organización, José Blanco, ha reprochado a Mariano Rajoy que no «culpabilizara» del atentado a ETA y se dedicara a criticar al Gobierno. Quien escuchara a Mariano Rajoy -que ha mantenido una actitud institucional encomiable- ya sabrá que las palabras de Blanco constituyen una manipulación descarada que se enmarca en la política de propaganda que el PSOE puso en marcha hace tiempo con carácter preventivo para endosar a terceros las responsabilidades políticas por el previsible fracaso del proceso de negociación. Así se llegó a decir que si el proceso fracasaba «sería, en buena medida, debido al boicot del PP» (José Blanco). Tampoco faltaron insinuaciones, de tono creciente y cada vez más explícitas, contra los jueces de la Audiencia Nacional que acordaban medidas cautelares contra Batasuna y sus dirigentes. Ahora, cuando todos los avisos inequívocos de que ETA se estaba rearmando han tomado cuerpo en el atentado con bomba más destructivo cometido por los etarras, el PSOE y el Gobierno vuelven a ponerse a la defensiva frente a las críticas que están recibiendo, como si éstas fueran acusaciones de corresponsabilidad en la vuelta de ETA a la violencia terrorista.
Siempre hemos mantenido en esta página editorial que ningún gobierno democrático comparte responsabilidades con unos terroristas por los crímenes que cometen. Nunca y en ningún caso, por muy equivocadas que sean las decisiones política tomadas por ese gobierno. Es más, si este principio se le hubiera aplicado al Partido Popular entre el 11 y el 13 de marzo de 2004, el PSOE no tendría los temores que le acechan, que expresan sobre todo una mala conciencia y, probablemente, un cierto arrepentimiento por no haberse callado en determinados momentos. Ahora pesan como losas aquellas acusaciones de «falta de prevención», de «engaños masivos», de «política exterior provocadora» que constantemente utilizaron contra el PP a cuenta del 11-M. Y más aún, ese temerario optimismo que insistía en recalcar «tres años sin muertos» y unas «navidades sin bombas», sólo veinticuatro horas antes de que cientos de kilos de explosivos hicieran saltar por los aires el aparcamiento de la T-4 del aeropuerto de Barajas, el día antes de Nochevieja -en 2003 quisieron hacer lo mismo en la Estación de Chamartín, en Nochebuena- poniendo en peligro la vida de cientos de personas y habiendo acabado, muy probablemente, con dos ellas, de las que todavía no se sabe nada. Que nadie se atreva siquiera a sugerir que ETA no quería matar.
El atentado del 30-D es responsabilidad exclusiva de ETA. Ningún demócrata sensato puede ni debe equivocarse al respecto y si lo hace, el daño moral del terrorismo se amplifica más allá de que lo ninguna bomba podría causar. La división ciudadana y la sospecha contra las instituciones democráticas pasan facturas muy onerosas que se pagan con costes que quedaron a la vista tras el 11-M. Ahora bien, para quien, como este periódico, tiene clara la separación entre terroristas y sus víctimas, el victimismo político que pretende poner en práctica el Gobierno es inútil como mordaza para silenciar el juicio que merece la actuación política de José Luis Rodríguez Zapatero. Criticar al Gobierno por lo que ha hecho no es echarle encima la responsabilidad del atentado. Es, sencillamente, valorar democráticamente su gestión y reclamar explicaciones de las decisiones que ha tomado en relación con la tregua de ETA; es pedirle que aclare desde cuándo sus emisarios y representantes del PSOE se han entrevistado con miembros de ETA; es exigirle que, de una vez por todas, abandone la ambigüedad. Rodríguez Zapatero debe asumir una carga que Aznar nunca tuvo que soportar. La tregua del 22 de marzo de 2006 fue fruto de pactos, compromisos, contactos o conversaciones previos del PSE y del Gobierno socialista con ETA y Batasuna. Estos antecedentes, que nadie ha negado porque son estrictamente ciertos, legitiman a la opinión pública para demandar, claramente y sin matices terminológicos, responsabilidades políticas, insistimos, no por lo que hizo ETA el 30-D, sino por lo que ha venido diciendo y haciendo el Gobierno desde hace dos años en relación con la política antiterrorista. Desde el momento en que Rodríguez Zapatero rompió el Pacto por las Libertades y contra el Terrorismo, la lucha contra ETA dejó de ser un asunto de Estado, quedando, por tanto, a expensas del debate público y político. Y ahora, dado que el Gobierno ha descartado rectificar su política hacia ETA -pues suspender las «iniciativas» del diálogo es una medida risible frente a la dimensión de la amenaza etarra- ese debate y esas responsabilidades son inaplazables y deben ser el primer punto de la agenda política de 2007.
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