Hace unos meses recibió una carta de su hermana, de la que no sabía nada hace 50 años, desde que se fue de Chile (en 1953). "Me mandaba unas letras de amor que me dedicó mi madre, que nunca tuvo un gesto cariñoso conmigo". Alejandro Jodorowsky se fue huyendo de un padre judío y estalinista, de una madre insensible y de una hermana egocéntrica. Y desde entonces hasta hoy: con casi 80 años y convertido en psicomago, está en Madrid comiéndose una merluza a la plancha en el Hotel de las Letras (su favorito), en plena Gran Vía, con la excusa de que está promocionando su último libro, Teatro sin fin (editorial Siruela), que reúne sus obras teatrales. Excusa porque le encanta dejar unos días París y venir a Madrid con cualquier motivo, "para hablar en mi idioma", dice. Ya con el té en la mano y, tras una conversación vitalista, confiesa lo de esa carta inesperada: "Creo que mi hermana es ahora una conocida poetisa".
El polifacético artista sostiene que la vanguardia debe ser optimista
La vida de Jodorowsky (Tocopilla, 1929), artista polifacético para unos y cuentista para otros, está repleta de símbolos. Se podría decir que ha hecho de su vida un símbolo, toda una realidad vista con las claves del subconsciente. Es así casi antes de que aquel día, cuando todavía los niños le llamaban Pinocho (por su nariz) y patas de leche (por su piel clara), quemara todas sus fotografías, volcara las cenizas en un vaso de vino y se las bebiera, sepultándose en sí mismo: "Las cenizas son un abono muy fértil", comenta quien convirtió así el rechazo social en introspección voluntaria. Y añade, entre bocado y bocado de merluza, "el poema de ayer por la mañana -escribe uno cada día- fue: "Eres mi tumba perfecta, quiero ser sepultado en tu cuerpo". ¿Y el de esta mañana? "Soy libre porque no espero recompensas". Pronto podrán leerse muchos de ellos en su siguiente libro, Piedras del camino.
La psicomagia es el arte que aglutina todas sus facetas creativas, desde que empezó escribiendo obras de teatro en México, y continuó haciendo pantomimas con Marcel Marceau en París, y luego guionizando cómics con Moebius (El Incal) y, después, escribiendo obras pánicas ("más allá del surrealismo") con el Teatro del Pánico y Fernando Arrabal. Dirigió películas como El Topo o la Montaña Sagrada y se arruinó... El final de ese sinuoso camino artístico es la psicomagia, la fórmula con la que cree haber logrado un arte terapéutico: "Si el arte no sana, no me interesa", dice sin que se mueva uno solo de sus abundantes pelos canos. "Está en mí esa necesidad de curar porque soy un artista revolucionario; hoy el artista de vanguardia tiene que ser optimista, ése es el escándalo", defiende.
La genialidad de Jodorowsky consiste en haber logrado unir, hasta la identidad, el decir con el ser. Sus cuentos cobran vida en él y en otros y, claro, quién se atreve a decir que los cuentos no curan. Tanto, que el café que frecuenta en París se ha convertido en su consulta (gratuita). Decenas de personas acuden cada miércoles "a que les prescriba un acto", porque eso es lo que hace Jodorowsky: prescribir acciones. Ha llevado el teatro al extremo, lo ha introducido en la vida, como una performance cotidiana. "Y el Tarot no es más que la excusa para entrar en contacto con el subconsciente del otro y para decidir juntos", dice quien conoce esas 22 cartas de memoria y hace un psicoanálisis sin mirarlas: "¿Tienes una pregunta?", inquiere tras pedir un yogur. "Claro, esto es una entrevista", huye la periodista. "Dame una sobre ti", y a partir de ahí, la reportera desaparece entre tragos de té y de café, y las tornas cambian. Touché.
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