Ínclitas guerras paupérrimas, sangre infecunda, perdida (Blas de Otero)
MIENTRAS una partida de asesinos intenta de nuevo torcernos el futuro a bombazos, una recua de políticos semianalfabetos ocupa su tiempo en la pretensión de reescribir el pasado. Pertrechados de prejuicios sectarios, no creen tener nada mejor que hacer en estos momentos críticos que evacuar un juicio histórico para el que carecen de conocimiento y de credibilidad. Quieren saltar de un plumazo sobre toneladas de estudios, sobre decenas de miles de testimonios, sobre millones de experiencias de sufrimiento y congoja, sobre décadas de esfuerzo de varias generaciones empeñadas en asumir de un modo razonable las consecuencias de un desvarío fratricida. Allá ellos.
Conmigo que no cuenten ni para discutirlo. Sencillamente, no me interesa. No reconozco a esta clase dirigente, prohijada en covachuelas de aparatos cerradamente banderizos y políticamente estrábicos, la autoridad intelectual ni moral necesaria para un dictamen sensato sobre nuestra tragedia de sangre. El juicio histórico está en los libros, y la memoria forma parte de la experiencia individual de quienes tuvieron la desgracia de asistir a aquel vergonzoso fracaso de convivencia, cuya sombra sólo proyecta demonios de desesperanza. Si no fuese por el compromiso de una generación renovadora que se esforzó en buscar una salida a ese trauma colectivo, nadie podría vivir en paz sintiéndose depositario de esa herencia de horrores.
Hemos tenido que aprender a conciliar nuestra memoria con la existencia de aquel pozo de infamia que no vivimos. A desvincularnos del dolor de nuestros mayores para levantar un marco cívico en el que no tuviésemos que avergonzarnos los unos de los otros. A buscar en el interior de nuestra conciencia el aliento para desprendernos de ese lastre de culpa. A rechazar la tentación de ajustar cuentas con un pasado innoble. A impedir que los fantasmas envilecieran con su pena cainita e irredenta nuestro horizonte de libertad.
Para eso hemos tenido que admitir la universalidad de la infamia. Desprendernos de los prejuicios familiares, ideológicos o vitales y bajar al infierno de la razón en busca de un rescoldo de piedad. Se logró, y no fue fácil, pero se impuso la exigencia de un pacto con nuestra propia necesidad de sobrevivir. Un pacto de mutuo perdón retrospectivo que ahora quieren liquidar mirando hacia atrás los que no saben urdir un acuerdo de mínimos para avanzar hacia delante.
Sabemos que provenimos de un albañal de odio cuyas salpicaduras hemos tenido que limpiar para poder mirarnos en un espejo de dignidad. La memoria de esa ciénaga nos provoca espanto, compasión y repugnancia. Y lo que queremos es enterrar de una vez esa maldita guerra con todos sus muertos, y que quienes nos representan se ocupen del futuro de nuestros hijos y dejen de revolver el estéril pasado de nuestros padres y nuestros abuelos. Si saben, y si no, que se dediquen a otra cosa.
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