Valentín Martínez-Otero. Profesor y doctor en Psicología y en Pedagogía.
Hay niños que tardan en hacer caso a sus padres: no contestan cuando se los llama, retrasan considerablemente el cumplimiento de las obligaciones, dejan las cosas para el final… Es una conducta que termina desesperando a los padres, quienes optan a menudo por dar un grito o poner una sanción al niño.
A decir verdad este tipo de comportamientos infantiles, en la medida en que sean frecuentes, son claramente perturbadores de la convivencia familiar. Las causas varían y aunque estas conductas pueden reflejar leve inmadurez emocional, ritmo personal lento que no coincide con el de los padres, tendencia al retraimiento o pasividad, incluso excesiva concentración en actividades lúdicas, también pueden relacionarse con el proceso de crecimiento y la consiguiente demanda de autoafirmación. Es así como niños obedientes se tornan indisciplinados en corto espacio de tiempo. La búsqueda de su identidad y autonomía los lleva a cuestionar la autoridad de los padres y a hacer caso omiso a unas normas que viven como imposiciones.
¿Estilo educativo inadecuado?
No siempre hay que situar la causa en el hijo. A veces el problema se origina por un estilo educativo paterno claramente inadecuado en el que se exige al hijo una obediencia ciega. Algunos padres confunden su familia con un ejército en el que hay que dar órdenes que han de cumplirse inmediatamente y sin rechistar. En este ambiente castrense no ha de sorprender que el hijo exhiba actitudes rebeldes. Por supuesto, un clima de estas características es en extremo peligroso y debilitador de la convivencia. El injustificable abuso de la autoridad tiene consecuencias nefastas. Los derechos del hijo se atropellan y el desarrollo de su personalidad se suspende. Así pues, unas relaciones familiares verticales y rígidas son totalmente desaconsejables y generan con suma frecuencia en los hijos actitudes que oscilan entre el miedo y la agresividad.
La diversidad de causas y situaciones posibles en las que el niño se muestra tardo en obrar a los requerimientos de los padres hace recomendable el examen personalizado de cada caso. Un análisis exento de prejuicios, sincero y sosegado realizado, al menos en un primer momento, por los propios padres es beneficioso para todos. La reflexión sobre la dinámica familiar permite advertir aspectos que cabe mejorar para corregir la conducta infantil: poca comunicación con el hijo, exigencias desmesuradas, escaso reconocimiento de los logros del niño, etc. Por debajo del comportamiento inadecuado del niño hay un mensaje que conviene desvelar y que muchas veces tiene que ver con una demanda inconsciente de atención. Son muchos los padres que están hoy absorbidos por las obligaciones laborales y la prisa y que carecen de tiempo suficiente para dedicarlo a los hijos. En estas circunstancias, nada tiene de extraño que afloren conductas o hábitos inadecuados, que pueden remitir con facilidad con el establecimiento de normas razonables en una ambiente familiar saludable.
Complicidad con el hijo
La observación de distintas familias en las que los hijos se muestran particularmente perezosos en el cumplimiento de sus deberes nos permitiría descubrir distintas posturas asumidas por los padres igualmente incorrectas. Es frecuente que uno de los progenitores, cuando no los dos, adopte una actitud laxa y consentidora ante los caprichos y transgresiones del niño. Por no contrariar al hijo, se incurre en “complicidad” reforzadora. En otras ocasiones, la actitud predominante es rígida y sancionadora. Se trata de un estilo punitivo, en el que se castiga incluso a destiempo y en el que con facilidad se despiertan en el hijo conductas hostiles. Aunque se logre corregir algún hábito, no es por verdadera convicción, sino por temor. Hay un tercer tipo de actitud, la indiferente, igualmente perniciosa. Esta postura enmascara dejación de la responsabilidad educativa y deja al niño a merced de las circunstancias, sin capacidad para distinguir lo bueno de lo malo.
Todas estas actitudes se alejan de la necesaria solución del problema. A veces la conducta negativa se magnifica, hay reproches entre los cónyuges y se opta por actuaciones precipitadas y cambiantes que generan desconcierto en el niño y, desde luego, no producen los efectos deseados. Salvo que se trate de un caso mórbido que haga necesaria la consulta profesional inmediata, lo mejor es diseñar una estrategia secuenciada, razonable, firme y cordial que permita al niño responsabilizarse gradualmente de sus acciones y compromisos. El acuerdo y la armonía entre los progenitores constituyen un punto de partida necesario para la ordenación de la conducta infantil, pero se precisa igualmente implicar a los hijos en cuanto concierne a su comportamiento. Si se decide, por ejemplo, establecer un conjunto de normas, tareas y tiempos, es absolutamente conveniente que, a medida que el niño crece, participe en el establecimiento de dicho “código de deberes”; de otro modo lo vivirá como una imposición contra la que ha de rebelarse. Por supuesto, la vida infantil no puede quedar atrapada entre las lindes estrechas de un reglamento, por lo que hay que ser muy flexibles en este aspecto, so pena de que tenga consecuencias adversas.
Sobre todo, diálogo
Un resorte educativo fundamental del que no cabe prescindir es el diálogo. Favorece la comprensión entre padres e hijos, permite estimular la reflexión del niño y contribuye a que las reglas se cumplan por su valor para la convivencia. Aunque la comunicación familiar no ha de ser algo reservado a momentos difíciles, sino una forma habitual de relación, lo cierto es que constituye uno de los canales más apropiados en situaciones en que se quiere promover un cambio concreto.
Ha de recordarse también que la identificación de faltas en el comportamiento infantil debe acompañarse de la valoración de los actos que apuntan en la dirección pretendida. A menudo da mejores resultados aplaudir lo bueno que censurar lo malo. El reconocimiento de los logros del niño tiene una capacidad estimulante y reforzadora que ha de manejarse apropiadamente.
Un aspecto que tampoco podemos obviar es el relativo al comportamiento escolar del niño. No siempre hay semejanza entre lo que acontece en casa y en el colegio. La necesaria convergencia de criterios educativos hace recomendable la consulta a los profesores, para ver en qué medida la “conducta-problema” se manifiesta en la escuela. Con frecuencia, el establecimiento de un plan de acción conjunto resulta mucho más efectivo.
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