domingo, febrero 03, 2008

“Ideologías y religiones engendran violencia”

Es la bestia negra de muchos biempensantes. Alerta contra el fundamentalismo, es polémico y tajante, provocador y brillante. Martin Amis aborda sus controversias continuas. Por Jesús Ruiz Mantilla.

En la familia de Martin Amis, los últimos tiempos les han hecho testigos de un vuelco genuino y natural. Es algo que suele pasar cuando alguien hereda el talento de un progenitor de referencia y lo desarrolla brillantemente.

El caso es que de ser el hijo de Kingsley Amis en un principio, con todo lo que esto suponía en las letras británicas, ha pasado a que este buen hombre, que fue referente en la literatura inglesa de posguerra, sea ahora el padre de Martin. Más cuando el autor de la contundente Experiencia, una obra autobiográfica en la que su relación con el patriarca y toda su familia, con su dentadura y sus amantes, queda completamente exorcizada, no hace otra cosa que meterse en líos y participar en escaramuzas públicas.

No es Martin Amis de esos escritores que permanecen mudos y ausentes, ni de los que se muestran crípticos ante lo que sucede a su alrededor. Al contrario. Más bien le gusta, le excita y le motiva bajar a la arena a batirse, como un gladiador de la provocación consecuente y nada gratuita, como una voz incómoda de conciencias colectivas. Aunque se vea obligado a hacerlo en tiempos de pocos matices y posiciones extremas, Amis está siempre dispuesto a abrir un debate mientras prepara su nuevo libro sobre el atentado del 11 de septiembre de 2001, fiel a otra de sus obsesiones: el análisis permanente de lo que ocurre en Estados Unidos como viento preventivo de lo que le espera al resto del mundo.

Hace poco, en un acto público, se le ocurrió soltar: “Que levanten la mano quienes se sientan moralmente superiores a los talibanes”. En fin, la que se montó en su país por haber metido el dedo en esa llaga, se lo pueden imaginar. Le llamaron racista, le atacaron por todos los frentes. Desde periódicos en los que él colabora asiduamente como The Guardian hasta por parte de colegas en otros foros. No se ha dedicado a responder él, un poco harto de andar por varios altercados, pero sí lo han hechos sus amigos, desde Christopher Hitchens hasta Ian McEwan, que han salido en su defensa sin reservas.

Son pocos los principios y las certezas que uno puede sostener dignamente en estos tiempos difusos. Pero aquellos por los que merece la pena hacer bandera resultan irrenunciables para Amis. Con razón dice este autor que los poetas están entre el cielo y el infierno, pero que los novelistas deben permanecer en la tierra. Como trata de hacer él en obras narrativas, y a caballo entre el reportaje y el ensayo, ya legendarias de este tiempo para sus lectores, como La información, Dinero, Campos de Londres, Perro callejero o en una joya descatalogada como The moronic inferno, uno de sus viajes apasionantes por EE UU. Certero, irónico, comprometido, crítico, agudísimo y siempre con la mirada abierta, Amis jamás se mostrará dispuesto a negociar ciertas cosas. No sólo su pasión por Vladímir Nabokov, Saul Bellow o Philip Roth, sino algunas de las cosas que éstos le han enseñado, como montar guardia ante desviaciones poco aconsejables de la memoria.

Siempre suele aparecer firme ante el horror del pasado.Radical y determinante cara a esa hipocresía esquizofrénica con la que la izquierda ha mantenido relaciones escandalosas respecto al estalinismo, por ejemplo. Ya fue un asunto con el que saldó deudas pendientes en Koba, el terrible, un libro muy documental sobre la vergüenza de aquel régimen. Pero ahora regresa a ese tiempo oscuro, frío y deshumanizado con La casa de los encuentros (Anagrama), una novela bella y triste sobre aquellos lugares en los que se permitía a los presos del Gulag pasar una noche con sus esposas.

Amis comenta sus líos abiertamente, sin prisas y con un tono más que amigable. Encantador, diría uno. Es más, el gesto duro que se gasta en las fotografías, se diluye de inmediato en la distancia corta. Su aire de gentleman airado se evapora rápido.

Quizá porque en España siempre parece más relajado. Es uno de sus escondites alternativos. Su madre vive en Ronda y pasó muchos veranos en Andalucía y Mallorca, lugares donde acudía toda la tribu Amis a pasar temporadas en verano junto a la familia del escritor Robert Graves, un eminente compañero de generación de su padre. Hace poco recogió el Premio Leteo en León y tuvo hueco para conversar ampliamente. Se presentó con tiempo. Tomó un té hacia las cinco y poco después se pasó al vino blanco.

Para empezar, ¿qué ocurre en su país para que le ataquen por todos los frentes? Me da pereza volver a explicar estas cosas. Hará cosa de año y medio me hicieron una entrevista después de aquel intento de atentado en aviones. Era la tercera tentativa en un año, querían matar a 3.000 occidentales, los mismos que cayeron en las Torres Gemelas. Vine a decir que urgía tomar medidas contra todo eso, no relajar la guardia en ciertos barrios; pero se malinterpretó, y un profesor empezó a contar que yo lo había escrito en un ensayo hace nada. Es decir, tres mentiras en la primera frase. Lo he mantenido varias veces desde entonces, en muchos sitios; no como una recomendación, sino como una exigencia, y de repente me he convertido en una especie de ser caricaturizado, Martin Amis el racista. Titulares en los que me dicen: “Debería darte vergüenza”. Apareció en The Guardian, que tiene una tradición…

¿De qué? De piedad multicultural hacia cada etnia que no sea la nuestra, o Estados Unidos, o Israel. Hace poco, en una intervención que tuve en un museo, pregunté al público: “Que levante la mano quien se sienta moralmente superior a los talibanes”. Y más o menos un tercio de los presentes lo hizo. Si no te sientes moralmente superior a los talibanes, que arrojan ácido a la cara de las mujeres, que masacran a niños y perros por la calle, que encierran a sus esposas en sus casas; si no te sientes superior a eso, no te sientes superior por nada. Quien no alzó la mano también se sentía, en lo más profundo; pero esas cosas son las que no nos permite hacer la ortodoxia de esa piedad multicultural, esa pose. Ése es el ethos propio de The Guardian –un periódico en el que colaboro y que es estupendo, con firmas muy buenas–, pero en el que se cree que nadie con piel oscura puede hacer nada malo. Y si lo hacen es por nuestra culpa. Es la fuerza que va adquiriendo la corrección política, el relativismo en ciertas cosas. Creo que cualquier ideología lleva algo de violencia dentro, la engendran. O las religiones. ¿Qué son? Nada más que un sistema de creencias que se muestra posibilitado a responder cualquier cosa. Y no existe nada que tenga todas las respuestas, así que los que proponen eso lo convierten en delirio, irracionalidad. No puedes defender cada religión o cada ideología doctrinaria con sentido común, ni con racionalidad. Así que, en algún momento, necesitas los puños para hacerlo. Por eso se vuelven violentos; en cuanto consideras algo sagrado, te topas con violencia para defenderlo.

Ya… En The Guardian siguen apostando por esa inocencia racional sobre el islamismo. Mi primera reacción sobre el 11-S fue preguntarme por qué, por qué lo hicieron. Y llegué a la conclusión de que había una rabia nihilista en esa acción, esencialmente violenta, que no tiene nada que ver con la razón, con causas históricas, ni con el mal que se le ha hecho a nadie… Pues ellos siguen pensando seis años después que sí, que hay explicaciones de ese tipo.

¿Para usted, entonces, se van implantando nuevas coartadas con eso que los ‘neocon’ han dado en llamar ‘buenismo’? ¿Corren malos tiempos para buscar matices? Sí, pero es que yo tampoco creo que haya que ir por ahí a medias tintas. Existe la superioridad moral, que viene de la búsqueda, del progreso.

Convendría que lo explicara, porque en eso sí que hay matiz y puede ser muy confuso lo que dice. Es la palabra moral la que empaña su perspectiva, ¿no cree? Son superioridades que nadie puede medir. Si me lo preguntan con respecto al fundamentalismo islámico, yo les respondo que sí, que de largo, a años luz. Si lo miramos desde el punto del feminismo, nos parecen primitivos. El desarrollo de nuestra moral occidental es algo que se encuentra en constante cambio.

También debemos sentirnos moralmente superiores a quienes torturan en Abu Ghraib, sin ir más lejos. De los talibanes, de acuerdo; pero de quienes abusan en nuestro sistema, también. Por supuesto. La condena ha sido total, debe serlo. Abu Ghraib es un ejemplo de mala planificación en la guerra de Irak. Es un lugar en el que no había ni traductores preparados para interrogar a los detenidos.

¿Hay algo que no sea un ejemplo de mala planificación en esa guerra? Desde luego. La guerra misma. Pero es que ese ejemplo de mala traducción es básico. Si uno no puede entenderse…

Lo de los traductores también costó caro en España. La policía interceptaba conversaciones de los islamistas y no había nadie para interpretarlas. ¿Cómo nos ha cogido todo esto de improviso? Todos estábamos fuera de juego. Por eso necesitamos prepararnos a fondo para volver a enfocarlo de nuevo.

Volviendo a la superioridad moral. ¿No se han pasado de la raya nuestros líderes comportándose así en cierta forma? Lo suyo no ha sido superioridad moral, sino arrogancia moral.

Diferente. Eso es un pecado en política. Sí, claro. De ahí viene que muchos crean que la democracia es el sistema natural para todo el mundo. Todos lo esperamos así, es cuestión de tiempo, pero todavía no lo es para muchos sitios. Hay que prepararles para ello.

De hecho, en cuestión de tiempo, de medida de civilización, el islam está en la época en la que Occidente andaba por la Edad Media. Cierto, pero con armas de destrucción masiva. Lo más preocupante en estos tiempos es el fácil acceso y la capacidad que muchos Estados pueden tener para la violencia, para conseguir armas poderosas. Los Estados siempre han tenido ese monopolio, pero ahora causa mucha inquietud.

La violencia que ejercen los Estados sobre los ciudadanos siempre le ha servido de materia literaria. Sobre todo el estalinismo, al que vuelve ahora con ‘Casa de encuentros’ después de ‘Koba, el terrible’. ¿Le sigue obsesionando ese periodo? Creo que ya se me ha pasado. Ocurre a menudo que si te enfrentas a un tema como periodista o analista y escribes algo, al cabo de los años descubres que se te ha quedado en el subconsciente, que tienes más que decir y que no puedes hacerlo en un ensayo, sino que sólo puedes abordarlo en la libertad absoluta de la ficción, sujeto a la intuición y no a la argumentación.

Pero parece que esa necesidad de seguir hurgando en ciertas cosas le viene de su talento natural para la polémica. ¿Le gusta batirse? Bueno, mi próximo libro será polémico. Estoy escribiendo sobre el 11 de septiembre de 2001 un libro que se titulará The second plane. No es que tenga ansia de polémica, pero sale. No podría dedicarme a la política, eso seguro. Cuando hice de cerca un reportaje a Tony Blair, me di cuenta. Entrar en una habitación y darle la mano a todo el mundo, ¡qué agonía! Pero la polémica también agota.

En España daría juego. Por cierto, viene mucho por aquí. Es mi segunda patria europea. Ni Italia, ni Francia; España. Mi madre vive en Ronda. La naturaleza española me es muy próxima; ese sentido de la vida de comedia cruel me pega.

Pero si ha escrito usted que no le gusta el ‘Quijote’, que lo encuentra aburrido. Lo es.

¿No será porque quizá es usted demasiado inglés para entenderlo? Porque, por poner otro ejemplo, Jane Austen, cuyas novelas tratan más de dinero que de amor, es genuinamente inglesa y le fascina. Bueno, me atrae la crueldad del Quijote. Nabokov, que escribió sobre ella, detestaba su saña. Le dice al lector: si te gusta ver a los perros pateados por la calle, lee este libro. A mí me fascina eso, lo que no me gusta es el relleno, la paja. Vamos a ver, es un gran libro. Lo considero la primera novela moderna. La segunda parte es una maravilla.

Pero si Cervantes hubiera prescindido de algunos cientos de páginas, le parecería perfecta. Pues sí.

Luego dice que no le gusta la polémica. Y ahora, entonces, se mete en el 11 de septiembre. ¿De qué manera? Es un ensayo. La tesis es que nunca llegaremos a entender por qué ocurrió. Es ininteligible. Vamos captándolo poco a poco, por partes; desde luego no lo entienden quienes ven en ello un acto de intención política. Para mí no fue más que una acción sumida en la locura del culto a la muerte. No es agradable darse cuenta de que en nuestros días existe una cultura de la muerte, de quienes buscan reducir a nada el valor de la vida humana por motivos apocalípticos, no políticos ni estratégicos. Debemos vivir con eso.

En sus libros existen esos personajes moralmente arrasados. En ‘La casa de los encuentros’ el protagonista, sin ir más lejos. Abundan en la literatura de nuestro tiempo. Cierto, pero es difícil admitir que nos han hecho eso. Es horrible, alienante y da pena. Por eso no entendemos tampoco esa cultura de la muerte. Los totalitarismos han atacado la razón. Cuando Hitler, Lenin o Stalin se referían a ella, la equiparaban a la cobardía. Cuando arrojas la razón a los perros, como los talibanes, cualquier atrocidad es posible. Eso hace sentir poder, es hasta sexualmente atrayente, te invade una infalibilidad también que dura un momento; pero después, ¿qué quedan? Las ruinas.

Eso afecta a la Rusia moderna, sin ir más lejos. Donde sigue vigente la ley del polonio 20 y el asesinato de Estado. Usted es duro con el panorama. Todo lo supeditan a la gloria del Estado, a nadie le interesa la gente. Pero ha ocurrido a lo largo de toda su historia. Ahora, igual. El 50% de los hospitales no tiene agua corriente. Cuando te concentras en hacerte temer por los demás y tienes una democracia dañada, donde cierras periódicos, intimidas a la oposición, algo no funciona. Una democracia construye ciudadanos libres.

¿Hasta qué punto le ha influido ‘Vida y destino’, de Vasily Grossman, para esta nueva novela? Usted la define como la ‘Guerra y paz’ de la Unión Soviética. Es la novela de la gente común, de las vidas corrientes en la Unión Soviética. La volví a leer hace poco, y es un libro no sólo sobre el sistema, va mucho más allá. Grande, pero tremendamente soviético.

Me interesa mucho su relación con su padre, Kingsley Amis. ¿Lo zanjó todo sobre él en ‘Experiencia’? Era un gran hombre, gran padre. Pero nuestra relación era muy rara, muy poco común. Mis amigos tenían grandes problemas con sus padres.

No creo que a sus amigos les compraran condones como a usted. Efectivamente, y ésa era la clave de nuestra relación. Tiene que ver con la revolución sexual de las costumbres. Los demás padres, a raíz de aquello, se dieron cuenta de lo que habían perdido en sus juventudes y de lo que sus hijos iban a aprovechar.

Envidia cochina. Y comprensible. Lo único a lo que podían aspirar era a una cana al aire. El mío había sido tan adúltero que no nos envidiaba nada. Para su generación, la parte salvaje de su vida llegó después de casarse. No existía entre nosotros ese peso del sexo, fue muy natural. Su idea era que anduviésemos con cuidado, pero que lo pasáramos en grande… Así que los condones fueron una clave. Tuvimos grandes diferencias literarias; pero personales, jamás. Nunca. Con mi hermano, tampoco. Fue mi hermana la que le sufrió más. La permisividad estaba bien para los chavales, pero no funcionaba con la niña. Quizá por eso luego tuvo tantos problemas.

Ahora usted tampoco es muy autoritario con sus hijos, me imagino. No, no. Para eso tienes que ser alguien aburrido. Hombre, si mi mujer me obliga, me pongo estricto, pero no me toman en serio. Para las cosas serias nos dividimos bastante. Las madres controlan mejor el territorio de las niñas, y yo, el de los chicos. Pero voy viendo que las dinámicas emocionales han cambiado. Los niños ya no necesitan aquello de matar al padre.

Otro de sus temas recurrentes es Estados Unidos y América en general. Va y viene. Su vida es un viaje de ida y vuelta constante hacia allá. Cierto, he vivido dos años y medio en América Latina también. Pero son dos mundos diferentes, el norte y el sur. Es producto, en gran parte, de sus procesos de colonización. En el norte, nosotros los ingleses primero violábamos a los nativos y después les matábamos; ustedes, los españoles, les violaban y después se casaban con ellos. Era mejor.

Sobre Estados Unidos, usted describe una gran feria ecléctica en ‘The moronic inferno’. Todo ha cambiado muchísimo desde el 11-S. Estados Unidos se ha convertido en una especie de enorme máquina de puro poder… Y tratar con eso es muy complejo; las cosas se salen de madre, es difícil mantener el equilibrio. Al poder, ¿quién se le resiste? Aunque lo tenga un ex alcohólico tejano que hasta que no cumplió 45 años no sabía quién era, como él mismo ha admitido. Que el poder corrompe no es una metáfora, es algo muy real. Todos lo sabemos cuando nos ascienden. Así que nos estamos readaptando a ese monstruo.

¿Monstruo? Sí, pero con matices. Todavía confío en la fuerza de muchos de sus valores, porque ¿a usted le gustaría que en vez de Estados Unidos se colocase Arabia Saudí en esa posición?, ¿o Rusia?, ¿o China? Preferiría cualquier país europeo. Gran Bretaña, Polonia, ¿España?... Bueno. Francia, no. Italia del norte, bien; Nápoles, definitivamente no. Aunque, ¿no es maravilloso Nápoles? Pura anarquía, pura vida, pero no podríamos fiarnos de Nápoles como gran poder mundial… Bromas aparte.

¿Y el recelo hacia Estados Unidos no va más hacia gobernantes concretos? ¿La cosa no sería diferente si gobernara Gore o cuando Clinton era presidente? Claro, ha sido un desastre. Es de una arrogancia terrible gobernar así, el unilateralismo entendido así. Sólo hay que pensar la cercanía, la solidaridad que inspiró el 11 de septiembre de 2001, cómo lo han derrochado, cómo se ha evaporado. Han generado impotencia en muchos países. No han manejado en absoluto la diplomacia y han perdido legitimidad y fiabilidad.

Gran Bretaña sin Blair, ¿cambiará mucho? Con respecto al resto del mundo, si Estados Unidos es el gran Satán, e Israel el pequeño, nosotros somos el Satán mediano. De puertas adentro, es un país más o menos próspero. Aparte de lo que dicen algunos cabrones, es una floreciente sociedad multirracial, aunque con muchos problemas. No me diga que no es un espectáculo caminar por el centro de Londres y observar todas esas lenguas, esos colores. Seguimos con la moral algo baja después de haber perdido nuestro peso, nos enfurece. Después de haberse desmoronado el imperio, nos hemos dedicado a decirnos a nosotros mismos que no nos gustaba ser el país más poderoso del mundo, que no lo queríamos. Si te dices eso muchas veces, como si te tomaras una aspirina, causa efecto. Es algo un poco masoca.

Su generación de escritores más o menos lo refleja. ¿Qué más cree que ha aportado?La inmigración en sí misma. Con escritores que vinieron de otras partes, el caso de Salman Rushdie, y no sólo de India, sino de toda la Commonwealth. Llegaron y aportaron color, variedad, libertad. La novela inglesa era muy aburrida, gris, con esas preocupaciones de las clases medias, y de repente irrumpieron ellos con esa magia, esos milagros, y todo lo llenaron de vida. Revitalizaron todo. Necesitábamos a esos novelistas como el comer. Pasó en los años setenta con la literatura hispana, cuando la periferia llega al centro y lo revuelve todo, cuando llegan de las fronteras adentro, con otra sangre.

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