sábado, marzo 09, 2013

MOMO-YAMO


isbn 84-616-0517-0
Existe un lugar que no aparece en los mapas, no encuentras ni un solo enlace si lo buscas en internet, ni una sola referencia en la web. Sin embargo, el lugar es de este mundo; del tercero para ser más precisos.
La ONG a la que acompañé durante un mes me pidió que hiciera fotos de los proyectos que se estaban desarrollando en la zona que íbamos a visitar. La ruta comprendía diferentes poblados a los que se les había financiado proyectos para la puesta en marcha de depósitos y sistema de canalización de agua potable accesible para todos los habitantes de cada poblado. Nuestro campo base, por así decirlo, lo teníamos en Kongó.
Kongó, que nada tiene que ver con la República del Congo o de la República Democrática del Congo, está situado en la zona centro de Costa de Marfil, muy cerca del lago de Kossou. Pertenece al departamento de Sakassou, en la región de la Valleé du Bandama.
Su población vive de la pesca, de lo que ellos mismos cultivan y de algunos animales domésticos, una especie de porcino local y gallináceas, que mantienen en libertad pues deambulan a su antojo por todo el poblado. Y no es raro ver a una porcina hozarando la hierva mientras una piara de lechones intentan exprimir un poco más las péndulas mamas de su madre; o cruzarse en tu camino, mientras paseas, una o varias gallinas huyendo de tu presencia con un tropel de polluelos despavoridos siguiéndolas.
No ocurre lo mismo con los naturales del lugar. Los niños, deseosos de estar contigo, forman una cohorte de fieles que te siguen por doquier; los hombres a la menor ocasión sacan una garrafa de “Bangui”, la bebida local de elaboración propia procedente de la fermentación del aceite de palma, para compartir un trago contigo; y las mujeres, sin dejar de realizar sus tareas, te regalan su gran sonrisa y te saludan como si de toda la vida te conocieran.
Aunque yo no hablaba francés había aprendido algunas palabras y frases sueltas que me permitieran establecer algo más de contacto con ellos. “Bonjour” o “Bonsoir” les saludaba según fuera por la mañana o por la tarde. En una ocasión una mujer me respondió al saludo de manera diferente. “Bonjour”, le saludé. “Yamo”, me contestó ella. No sabía el significado de esa palabra así que me acerqué y le pregunté qué quería decir. Es el saludo que se le dice a los hombres; y “MOMO” es como se saluda a las mujeres. “YAMO – MOMO” se saluda cuando hay hombres y mujeres juntos.
Empecé a saludarlos como ellos me saludaban a mí. Sus sonrisas se hicieron más amplias y sus miradas más cercanas. Y así, a través de sus miradas dejé de verlos como los veía antes de verlos.
Al final de nuestro viaje René, un negro alto, nada corpulento, ni delgado, pero con gran nobleza y mirada tranquila, se despidió de nosotros diciéndonos: “… nosotros los africanos os vemos a vosotros los europeos como compañeros de viaje a los que agradecemos la ayuda que nos prestáis. Pero también anhelamos que llegue el día en el que los europeos nos veáis como iguales y nos permitáis desarrollarnos de manera que podamos aportaros a vosotros en la misma medida que nos aportáis a nosotros”.
Había sido una verdadera declaración de humildad, y de intenciones. En un idioma que a malas penas podía entender me habían enseñado, una vez más, a mirarlos.
MOMO – YAMO representa esa mirada directa a los ojos, de igual a igual. Una mirada a la que no se le han interpuesto filtros de color ni de degradado, ni de desenfoque, ni de cualquier otro efecto que no sea mostrarlos tal y como son. Tal y como se ven.

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