martes, enero 08, 2013

La inteligencia ejecutiva de José Antonio Marina


La capacidad de dirigir el comportamiento se basa en elegir bien las metas, aprovechar la información disponible y regular las emociones | Propone dar prioridad a "la capacidad de soportar el esfuerzo, de aguantar las molestias y de guiarse por recompensas lejanas" | Marina pone de relieve nociones populares en la psicología del pasado, como la voluntad o el carácter, que parecían haber desaparecido de escena
Cultura | 20/06/2012 - 03:31h
ESTEBAN HERNÁNDEZ

La inteligencia es uno de los ejes del pensamiento de José Antonio Marina (Toledo, 1939), con sus implicaciones en la creatividad artística, la educación y la ética. El pensador apuesta ahora por el concepto de 'inteligencia ejecutiva', aquellas habilidades gracias a las cuales somos capaces de convertir las ideas en realidades. Revisamos éste y otros hilos conductores de su obra

La inteligencia ejecutiva
ARIEL / BIBLIOTECA UP
192 PÁGINAS
16 EUROS

1. Cuenta J.A. Marina el caso de un exalumno, un chico con un elevado coeficiente de inteligencia y exitoso estudiante, que comenzó a creerse por encima de sus maestros. Dotado de notables cualidades, se dejó llevar por la sensación de que ninguna de las personas que le rodeaba podía enseñarle algo. Perdió interés por los estudios y empezó a liderar una banda de chavales a los que animaba a cometer pequeños hurtos. Quince años después, aquel joven está en la cárcel por tráfico de drogas. ¿Podríamos decir que estamos ante una persona inteligente? No lo parece.

Otra historia relatada en La inteligencia ejecutiva, que Marina toma prestada del psicólogo Robert Hare, es la de un niño de trece años que mató a golpes a un compañero porque no le había proporcionado la cantidad de droga que habían pactado a cambio de 250 dólares. Lo llamativo era que el asesino fue definido por su comunidad como un chico normal, cuando hablábamos de alguien que delinquía con frecuencia, fumaba marihuana y había sido expulsado de su colegio por robar. De alguna forma, las características del chico, como la impulsividad, la irresponsabilidad y su falta de remordimientos, no sólo habían dejado de ser rechazadas y combatidas por su entorno, sino que eran contempladas desde la complacencia. Rasgos psicopáticos como los citados no sólo son ya frecuentes, sino que comienzan a ser percibidos, en determinadas áreas de nuestra sociedad, como dignos de imitación.

En ambos ejemplos quedan sintetizados dos de los equívocos más frecuentes con los que la educación suele tropezar. Por un lado, entendíamos que la inteligencia estaba vinculada únicamente a cuestiones como la capacidad deductiva, el conocimiento, la lógica, etcétera, lo que hacía que juzgásemos a alguien como sobresaliente con independencia de su conducta. Así, un profesor de ética podía ser muy brillante, y admirado por tal hecho, aunque sus comportamientos privados distasen mucho de ser correctos. Pero, como demuestra el caso del joven delincuente, ¿de qué nos sirve ser tan listos si no somos capaces de sacar provecho de nuestras habilidades? ¿No tendría la inteligencia mucho más que ver con poder disponer de los mecanismos necesarios para escoger nuestras metas y realizarlas efectivamente? Esta es, sin duda, la perspectiva que prefiere Marina, para quien la inteligencia ejecutiva, el concepto con el que intenta dar un paso adelante en su teoría, no es otra cosa que "la capacidad de dirigir bien el comportamiento, eligiendo las metas, aprovechando la información y regulando las emociones". Aquellas destrezas que unen la idea con su realización, y que sirven para elegir objetivos, elaborar proyectos y organizar la acción para realizarlos (La inteligencia ejecutiva, pag. 21) son las que debemos potenciar, porque de nada sirve disponer de una gran capacidad analítica o de una enorme habilidad relacional si después no podemos llevar a la práctica todo lo planificado. Este giro en la concepción de la inteligencia, señala Marina, está ligado a muchas de las tendencias psicológicas actuales que, impulsadas por la neurociencia, están operando en todos los campos de la psicología, ya sea en su aplicación clínica, ya en la social o en la económica.

2. La inteligencia, asegura Marina, está estructurada en dos niveles. En un primer estrato, el computacional, se hallan las ideas, los sentimientos, deseos, imaginaciones e impulsos; en el segundo, el ejecutivo, encontramos aquellos mecanismos que tratan, con mayor o menor éxito, de controlar, dirigir, corregir, iniciar o apagar todas esas operaciones mentales generadas en el primer nivel. Esa es la pequeña (o gran) batalla que tiene lugar en el interior de cada ser humano, y que resulta en gran medida la principal tarea social, como es el control de la acción. Saber dirigirnos hacia el lugar correcto, saber dominar ese nivel generador llevándolo hacia los cauces correctos no tiene que ver sólo con la fuerza de voluntad individual, sino que depende en gran medida del entorno en el que el ser humano se desenvuelve.

El problema es que las teorías psicológicas y sociológicas contemporáneas, aquellas que se han impuesto socialmente en los últimos años, percibían la educación como algo perteneciente a la esfera privada, como si sólo los padres o los profesores que tratan con los niños pudieran ejercer influencia sobre ellos. Para Marina, que siempre ha defendido que para educar hace falta toda la tribu, tal visión contiene un gran error.

El niño hiperactivo es un buen ejemplo del cambio de paradigma que propugna. Mientras las terapias del pasado trataban de que los pacientes llegaran a una especie de autoconciencia a través de la cual cambiar las percepciones y los comportamientos, la actual entiende, y específicamente en lo que se refiere a los más pequeños, que la mejor manera de modificar actitudes es cambiar el entorno. La tendencia del niño a actuar de modo rápido e irreflexivo se controla principalmente yendo de fuera hacia dentro (pag. 75). Si se quiere que un hiperactivo interiorice las normas, se le debe dar un ambiente estructurado, suministrándole la información necesaria (y no más) ,anticipándole los sucesos, reforzándole positivamente y atrayendo su atención sobre lo esencial. En definitiva, se le debe proveer de un contexto que facilite la concentración, que le conduzca hacia sus objetivos y que le ofrezca unas pautas claras que pueda interiorizar a fuerza de repetirlas. El niño no va a cambiar su comportamiento porque tenga un mayor conocimiento de lo que le ocurre, ni tampoco por temor al castigo, sino porque le hemos facilitado un ambiente cuyas instrucciones entiende, donde hay adultos en los que puede confiar, y que le guían por los caminos adecuados. Así se podrá poner a trabajar eficazmente su working memory, su memoria procedimental, de modo que pueda interiorizar las pautas necesarias. La repetición, el esfuerzo, la práctica y la insistencia, y no el talento, son las que nos harán manejar una determinada materia. La autodisciplina y la repetición son las que nos dan poder (pag. 167).

Y este es un cambio esencial en el proceso educativo, pero también en el social. Encauzar los deseos y los impulsos hacia la finalidad adecuada no es pura cuestión de autodominio, sino que se vuelve cosa de todos. Debemos generar contextos que permitan que las cosas se puedan poner en práctica y eso implica reactivar de nuevos modos la importancia del control social.

3. Para educar correctamente, debemos enfocar los problemas de otra manera, priorizando "la capacidad de soportar el esfuerzo, de aguantar las molestias y de guiarse por recompensas lejanas", virtudes que constituyen la esencia de la ejecutividad (pag. 34). Incluso aquellas personas que cuentan con habilidades como la capacidad de inhibir la respuesta, dirigir la atención, planificar metas, controlarse emocionalmente o ser flexibles en la realización de planes, no consiguen nada si no añaden elementos decisivos de autocontrol y de proyección en el futuro.

Con esta perspectiva, Marina vuelve a poner de relieve nociones enormemente populares en la psicología del pasado, como la voluntad o el carácter, que parecían haber desaparecido de escena. En realidad, subraya el filósofo, aunque ahora se utilizan términos como déficit de atención, hiperactividad, impulsividad, problemas de control de los impulsos, abulia o trastornos del lóbulo frontal, seguimos refiriéndonos a algo tan básico y tan importante como es el control de la acción. Y para conseguir este objetivo, debemos evitar un error habitual en las nuevas tendencias psicológicas. Es verdad, insiste Marina, que ya no se trata de activar aquellas facultades que nos permiten conocer mejor la realidad, pero tampoco debemos caer en la trampa a la que nos lleva el pensamiento positivo, como es reducirlo todo a los estados de ánimo. Esa creencia según la cual cambiando la percepción se cambia la realidad es muy peligrosa por su conservadurismo extremo, afirma Marina. Quizá más conocimiento no nos saque del atolladero, pero su ausencia, esto es, su sustitución por la pura voluntad, como propugna la psicología positiva, tampoco es el camino. De lo que se trata es de estimular la capacidad creativa de nuestra inteligencia. En la vida no hay soluciones bien perfiladas que simplemente están esperando que alguien las descubra, sino problemas que nos obligan a inventar continuamente cómo resolverlos. La tarea de la educación es potenciar esas habilidades, movilizando las fuerzas que nos ayudarán a crear los remedios. Para ello, potenciar lo cognitivo no basta, resultando imprescindible fortalecer la voluntad. En consecuencia, apunta Marina, "ha llegado el momento de elaborar una pedagogía de la atención, del autocontrol y de la perseverancia" (pag. 182), esto es, de forjar el carácter.

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