El bioarte o arte transgénico invade el campo de la ciencia, sobre todo de la genética, al trabajar con organismos vivos para la creación de sus obras. Los trabajos vienen cargados de una intensa polémica sobre ética y manipulación genética, y brindan un nuevo enfoque sobre el rol de la ciencia y el arte en la vida cotidiana.
Alba era una coneja como cualquiera: comía zanahorias, brincaba dando pequeños saltos y no cesaba de mover su hocico rosado. Era blanca como la nieve hasta que se apagaba la luz y era iluminada por una lámpara ultravioleta. En ese momento, Alba se convertía en una coneja verde, pero verde fluorescente, que incluso podía brillar en la oscuridad.
La coneja había sido manipulada genéticamente y se le había agregado la proteína verde fluorescente de una medusa del noroeste del Pacífico, la Aequorea Victoria. La idea había sido del artista brasileño Eduardo Kac, y se supone que es una de las primeras obras del llamado arte transgénico o bioarte.
Esta unión entre ciencia y arte refleja el rumbo en que las tecnologías están presentes en cada ámbito de la vida cotidiana, desde la manipulación genética durante la concepción hasta los proyectos de conservación criogénica tras la muerte. Pero la idea del bioarte no es sólo exhibir: también apunta a la reflexión, la discusión e incluso la provocación. Por supuesto, en la polémica hay un delicado límite ético que los artistas transgénicos siempre amenazan con atravesarlo.
En el bioarte el laboratorio es el taller, las células y los organismos vivos son las pinturas o el bloque de piedra, y el artista es quien utiliza sus conocimientos de genética para crear estas “obras” que van desde plantas con códigos de ADN escritos en lenguaje Morse a bacterias sintéticas que se envían por e-mail e interactúan con otras orgánicas.
No es la primera vez que arte y ciencia forman un matrimonio por conveniencia: el Renacimiento no habría existido sin las investigaciones sobre la perspectiva; los avances de la óptica dieron nuevas alas a la creación impresionista; y los postulados del psicoanálisis fueron el motor impulsor de los surrealistas. Y por no hablar del uso de luces, vídeo, sonidos y maquinarias industriales que son elementales para el arte postmoderno.
Pero donde el bioarte rompe fronteras es en “la manipulación de materia viva, de organismos vivos que pueden ser desde microcelulares hasta mamíferos o vegetales”, sintetiza Mónica Bello, una de las integrantes del grupo Cápsula. Esta organización impulsó, a mediados de febrero, las jornadas Días de Bioarte 06 en Barcelona, donde se presentaron las nuevas tendencias y se polemizó sobre el alcance de estas expresiones.
“La ciencia y la tecnología se convierten en herramientas para crear productos y explotar la naturaleza en beneficio humano. Pues bien, si se usa para esos beneficios, nosotros la usamos para generar discusiones culturales”, dice Oron Catts, fundador del Tissue Culture and Art Project (TC&A, Proyecto Artístico de Cultura de los Tejidos), un proyecto que utiliza la tecnología de los tejidos vivos para reflexionar sobre la relación entre el hombre y la naturaleza.
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Las obras de Catts y Ionatt Zurr (co-creadora del TC&A) pueden causar curiosidad o rechazo. Para discutir sobre la cría y matanza de animales para la alimentación, han creado carne con células de animales vivos; y para protestar sobre la existencia de las peleterías han creado un abrigo en miniatura realizado con tejidos vivos. Y como una metáfora de la ausencia de límites creativos para la genética, han elaborado alas creadas con genes de cerdo (ver
EL DIA QUE LOS CERDOS….). “Nuestra sociedad explota otras vidas para sobrevivir, y nuestra idea es ver cómo, por medio de la ironía, podemos reducir esta explotación. Queremos saber cómo podemos vivir sin tener que sacrificar a ninguna especie”, señala Zurr.
¿Puede haber belleza en esta corriente o sólo hay provocación? En la muestra de arte contemporáneo ARCO, en Madrid, la artista Marta de Menezes presentó su obra META.morfosis: se trataba de cien mariposas revoloteando, pero al observarlas con atención, se descubría que los dibujos de sus alas mantenían su belleza aunque no eran simétricos. De Menezes fue manipulando los capullos a la vista del público para crear, en cada ala, un dibujo diferente. “Se puede decir que estuvo pintando en vivo a una mariposa, pero en vez de usar pinturas, usó técnicas de intrusión celular”, describe Antonio Cerveira Pinto, artista y comisario de arte del Museo Extremeño e Iberoamericano de Arte Contemporáneo, que compró la creación a De Menezes.
La obra duró el tiempo que vivieron las mariposas, y aquí reside uno de los problemas del bioarte: su existencia efímera. “Yo prefiero hablar de arte cognitivo –señala Cerveira Pinto–, porque el conocimiento es el objetivo del arte en el siglo XXI. Y estas son obras de arte multidisciplinares, porque además del conocimiento artístico también se necesitan conocimientos científicos para que la obra siga viva. Y el desafío es cómo mantener una obra de arte ante el público si todos los materiales con que se construye caducan rápidamente”.
El debate sobre el bioarte corre paralelo a su crecimiento. Para María Jesús Buxó, catedrática de Antropología Cultural de la Universidad de Barcelona, estos trabajos no incumplen los postulados de la bioética. “Al contrario, creo que estos artistas tienen una gran preocupación ética. Mantienen una ideología profundamente ecologista, relacionado con la teoría de Gaia (que sostiene que la Tierra mantiene un equilibrio digno de un sistema viviente). Eso sí: para llegar a su mensaje ético son profundamente provocadores”, afirma.
Esta catedrática agrega que el arte transgénico pone en duda y revierten conceptos tan arraigados como el de la vida y la naturaleza. “Pero también debemos plantear qué es lo que queda de la naturaleza. Todo nuestro ambiente ha pasado por manos culturales, desde la agricultura hasta la cacería. Y esta idea primaria de la naturaleza, en el bioarte, es quebrada desde un punto de vista ecologista”.
Buxó puntualiza que estos artistas –al trabajar con material orgánico– deberían de estar controlados por tribunales de bioética tal como cualquier laboratorio. “Pero si sus perfomances las hacen con equipos de laboratorio que se compran en cualquier juguetería, bueno, eso lo puede hacer cualquiera”, agrega.
FLUORESCENCIAS Y CODIGOS DEL ADN
La creación de la coneja fluorescente de Eduardo Kac vino cargada de frustración para su creador. Aunque el gen de la medusa Aequorea Victoria era inofensivo, el centro de investigación donde Alba había sido genéticamente modificada prohibió su exhibición. La coneja debería de haberse presentado en una muestra de arte de Avignon, pero Kac se tuvo que conformar con exhibir camisetas y posters con el roedor fluorescente.
Sin embargo crear a Alba había sido todo un triunfo, si se tiene en cuenta que antes había intentado insertar este mismo gen fluorescente en un embrión de perro para crear un canino verde. Kac justificó su proyecto recordando la manipulación genética y de razas que los perros acarrean desde hace 15.000 años, desde que algunas familias de lobos se domesticaron y más en los últimos siglos, donde se buscan razas que desarrollen sus conductas de agresividad. Sin embargo, el proyecto GPF K-9 (por Green Fluorescent Protein; y K-9 como un juego de palabras que se traduce como “canino”) quedó postergado y abandonado.
Un proyecto de Kac que sí tuvo mejor recepción fue el “Move 36”. Recordando la jugada con que Deep Blue derrotó al campeón de ajedrez Gary Kasparov, el artista brasileño montó un tablero de tierra y arena. En el casillero de la famosa movida, iluminada por un haz de luz, creció una planta con algunas de sus hojas con rugosidades. Este cambio en el vegetal fue producido por la inclusión de un gen artificial creado por Kac bajo el código ASCII (que traduce números binarios a caracteres romanos), que había traducido la cita de Descartes “Cogito ergo sum (Pienso, luego existo) a una asociación entre base genética y dígitos binarios. O sea, toda una metáfora sobre la ciencia, el racionalismo y sus nuevas aplicaciones en la ingeniería genética.
EL DIA QUE LOS CERDOS VUELEN
La frase que dice que algo imposible sucederá “el día que los cerdos vuelen” fue la idea generadora del proyecto Alas de Cerdo, que Oron Catts e Ionatt Zurr realizaron en el Tissue Culture & Art Project.
Se trata de tres pares de alas a mitad de camino entre las alas de un murciélago y de los prehistóricos pterodáctilos. Para producirlas, sus creadores cultivaron células de huesos y cartílagos de cerdo, y dejaron que se desarrollen en moldes construidos en polímeros (compuesto sintético o natural elaborado con moléculas compuestas) biodegradables y bioabsorbentes.
Algunas células pasaron por un proceso de desarrollo generado en un biorreactor, en donde los artistas agregaron música para que las vibraciones auditivas aceleren el proceso de “cultivo dinámico”. Catts y Zurr describen que, para estar en sintonía, buscaron aquellos temas de hard rock que tenían la palabra “cerdos” en su título, como “War Pigs” de Black Sabbath o “Chokin this Pig”, de Eminen.
Por supuesto que ningún cerdo podría volar por más que se le implanten estas alas. Están exhibidas en un pared detrás de un cristal, y lo que buscan sus creadores, según Catts, es “que el público pase por el mismo proceso de expectativa y decepción que tenemos con la tecnología; porque espera ver a un cerdo volando, y lo que hay son unas alas pero realizadas con material genético de cerdo”.
Homenaje a la ganadería científica
Eugenio Marchesi es uno de los pocos artistas españoles que se suman a la corriente del bioarte. A diferencia de otros representantes, que tienen estudios científicos a sus espaldas, este madrileño proviene de las artes plásticas.
Sus primeras obras, realizadas en trofeos de caza y taxidermias, exhibían “monstruos de la razón”, tales como carneros con dientes carnívoros o trozos de carne con cuero, como si fuera un jamón, pero con ojos de vaca. También presentó extrañas combinaciones como ruedas de coche forradas con piel de toro, y cabezas de toro recubiertas de caucho.
Hace cinco años, cuando se extremaron las precauciones con la aparición del mal de la vaca loca, Marchesi comenzó a incursionar con el bioarte en los laboratorios. Y decidió homenajear a todos aquellos animales que conforman la “ganadería científica”, esto es, aquellas especies que son criadas en centros de investigación para experimentos científicos.
Es el caso de la mosca del vinagre, que fue exhibida en la muestra “Drosphila Melanogaste, un siglo al servicio de la ciencia”, en Madrid. Allí, durante siete meses presentó cuatro grandes tubos de vidrio con moscas en su interior, y en grandes paneles con fotografías, enseñaba al público cómo esta especie iba mutando genéticamente entre generaciones. “Si comparamos con el tiempo humano, estas moscas vivieron como 500 años nuestros. Fueron procreando, y por el mecanismo de selección natural fueron mutando. De ninguna forma podemos decir que son animales inferiores: si tuvieran nuestro tamaño, nosotros seríamos los animales subterráneos”.
Marchesi también homenajea al ratón de laboratorio con la muestra “Mus músculus”, y lo hace con la imagen de un hombre construido en base a cientos de estos roedores (similar a las pinturas del italiano Giuseppe Arcimboldo con vegetales); o con la instalación de un “animalario laberíntico”, un complejo de tubos y esferas intercomunicadas y con forma de molécula donde los ratones circulan libremente.
“Hubo científicos a los que les ha costado comprender que este concepto de ganadería científica no era un término despectivo. Es una ciencia básica y bien antigua, y la idea es homenajear a estas especies que son utilizadas en nombre de la ciencia”, dice Marchesi.
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