martes, diciembre 28, 2010

El día que pierda la curiosidad va a ser el último


Texto de Núria Escur
Fotos de Àlex García
Durante más de tres décadas, Dominique Lapierre y Larry Collins escribieron a cuatro manos. Fueron uno de los equipos más sólidos de la historia en su género. El legendario reportero vive la mayor parte del año en su château del Ramatuelle, junto a su esposa, y sigue escribiendo

Antes de atender a los periodistas, Dominique Lapierre tiene que dar de comer a los caballos. Guía a los periodistas por su pequeño bosque particular hasta que se acercan Blanca y Lunares. La yegua y su compañero rodean a este hombre de cabello gris y pantalón de pana gruesa que, llueva o nieve, les da de comer cada día a las tres en punto del mediodía. El legendario reportero vive la mayor parte del año en su château de Ramatuelle, en Francia, junto a su esposa.

Lapierre –lo reconoce– sigue siendo aquel niño chico lleno de pecas, con el entusiasmo prendido en la mirada. La mitad de los derechos de autor de todos sus libros la destina, desde hace años, a proyectos humanitarios en India. No piensa irse de este mundo, dice, dejando secretos. Este ha sido su año homenaje, Planeta ha reeditado sus títulos más emblemáticos a los 25 años de la publicación de La Ciudad de la Alegría y los 35 de Esta noche la libertad.
¿Es cierto que su español se lo enseñó El Cordobés?
Cierto. En los años sesenta pasé mucho tiempo con él para escribir O llevarás luto por mí, un libro sobre España, ¡y no sólo sobre toros como creen algunos! A mí me gusta mucho, hay quien dice que es el mejor de los que hice con Collins. Queríamos reflejar el sufrimiento de unos ciudadanos tras la Guerra Civil. España siempre fue un país que yo llevé cerca de mi corazón: mis padres se jubilaron allí, mi hermana Bernadette se casó con un español… El Cordobés, en el momento en que España se abría al mundo, era un ídolo al que recibían como a los Beatles. Un hombre completamente loco, con el pelo revuelto, que me decía “Dominiqueee, ¡vamos a comer un bocadillo!”, “Dominiqueee, ¡vamos a montar a caballo!”. Y sí, así aprendí mi medio castellano, fue mi profesor muy poco ortodoxo.
¿Está usted a favor de los toros?
Yo adoro a los animales, los amo, así que no deberían gustarme mucho. Pero reconozco que si España renuncia a esa fiesta perderá un fenómeno singular de su patrimonio.
Con sólo 17 años usted se atreve a recorrer 30.000 kilómetros por las carreteras de EE.UU. y lo convierte en su primer reportaje para Le Monde ¿Con o sin el permiso de su padre, diplomático?
Él quería que yo también fuera diplomático, soñaba para mí una vida cómoda y arreglada, pero durante ese viaje descubrí que iba por otro camino. Quería ser periodista. Así que mis padres decidieron ser simpáticos conmigo y darme la libertad… Gracias a su gesto abrí los ojos al mundo. ¡Si no hay carretera, hazla tú!
Consigue luego una beca Fullbright en EE.UU., donde se licencia en Economía Política. ¿Por qué esa elección?
Bueno, era una disciplina importante. Mi excusa fue que quería encontrar la respuesta a esta pregunta: tras la guerra, ¿cómo puede sobrevivir el mundo a tanta destrucción, con qué economía? Pero, en mi interior, yo sabía que jamás sería economista de profesión; me interesaba demasiado el ser humano.
Ya licenciado, conoce a una redactora de Harper’s Bazaar y se casa con ella. Deciden dar la vuelta al mundo haciendo de todo: lavan coches, diseñan vestidos, trabajan como corresponsales…
Esa chica era Aliette. Con poco, poquísimo dinero, conseguimos dar la vuelta al mundo. Pero Aliette era muy elegante, le encantaba cambiar de ropa, y recuerdo que arrastrábamos un montón de maletas... Leí una vez que para viajar por el mundo sólo necesitas dos cosas: un short y un esmoquin. Con esas dos prendas puedes hacer frente a cualquier cita.
Ha sido precoz en todo: se casa con 21 años y enamora a muchas mujeres.
Pero yo sólo me enamoré de dos: Aliette y mi actual esposa, Dominique.
Dominique, la esposa italiana, su álter ego, con la que coincide en nombre y proyectos, entra en el salón de anticuario y empieza a repartir su tarta de manzana en platos de porcelana. Té de China, café y una cesta de sultanas. Confiesa algo que parece responder al enorme ramo de freesias naturales que preside la mesa de roble: hoy hace 30 años que se casaron por la iglesia, en Guadalupe, México. “Y 43 años de trabajar juntos y de la boda civil”, añade esta mujer menuda y hospitalaria, que está en todo y se dirige a su esposo con un gastado mon amour.

En la puerta que preside el château cuelgan dos leyendas. Una, el nombre de la casa (La Bastida), y la otra, una placa de mármol blanco que les regaló su hija Alexandra –“también es escritora. Ella es el mayor regalo de mi vida”–. Inscrita en italiano, recuerda que “aquí vive el escritor Dominique Lapierre con su esposa y musa, Tatou”.

Aparcado cerca del porche permanece un coche camuflado bajo una manta escocesa, pero un descuido deja al descubierto el Espíritu del éxtasis, símbolo del Rolls. Una pequeña escalinata con cámaras de vigilancia y anuncio de perro peligroso completa el último tramo que prologa este hogar de aspecto algo decadente e interior caótico, lleno de papeles oscurecidos y tótems de viajes, un verdadero museo de la experiencia.

Las pantallas de las lámparas inundadas de post it, las estanterías repletas de fotos del escritor con personalidades, desde el Papa hasta De Gaulle, pasando por Ben Gurion. Almohadones provenzales.

¿Qué le ha proporcionado más felicidad: ser reportero o ser escritor?
Soy de los que piensan que el mayor nivel de calidad que puede alcanzar un periodista sólo lo determina su nivel de curiosidad. Por las personas y por los sitios, Y el binomio periodismo-literatura es la fórmula ideal para plasmar lo que uno descubre: apenas con un papel y un bolígrafo.
¿Bolígrafo?
Sí, sí, yo todavía lo escribo todo a mano. Necesito notar la presión de mis dedos sobre el papel, el gesto que imprimes, la textura, necesito ver la caligrafía. Y hay días en que lo tiraría todo a la basura… Pero le debo mi concentración a la vida monacal, realmente espartana.
Conoció a Larry Collins, con el que trabajaría tantos años, compartiendo servicio militar. ¿Recuerda la primera imagen que le llegó de él?
Sííí…. ¡Un gran chaval con gafas! Muy simpático. Congeniamos inmediatamente y acabamos juntos por las carreteras del mundo, en los puntos calientes de la actualidad. Él era americano, yo francés, lo que nos permitía apostar cada uno en un idioma, pero, por encima de todo, teníamos algo claro: la gente, al leernos, debía tener la impresión de que estaba viviendo aquello.
Y un día leyeron una noticia en Le Figaro…
Que decía que en los archivos alemanes de la Segunda Guerra Mundial unos historiadores habían encontrado la prueba de un descubrimiento: Hitler había dado 14 veces la orden a su general de destruir París. Entonces… ¿por qué París no desapareció? Para nosotros era un misterio fantástico, París fue liberado por 25.000 americanos y 25.000 soldados franceses en una ciudad de cuatro millones de ciudadanos. Y yo era uno de ellos…
Lo titulan ¡Arde París!, año 1965, y resulta un éxito. ¿Pensaron alguna vez que llegarían a ser tan famosos mundialmente?
¡No, no! Del mismo modo que nunca pensamos que harían una película de un libro nuestro con estrellas conocidas. Ahora, el mundo del periodismo ha cambiado muchísimo, la tele invade, pero le digo algo: nada como el reporterismo de antes.
¿Nunca se pelearon? ¿Cómo llegaban a un acuerdo cuando no coincidían en el final de un episodio?
¡Ah... eso fue interesante! Compramos dos casas cerca de Saint Tropez y en la división de las dos fincas construimos un campo de tenis. El tenis fue muy importante en nuestra vida. Cuando teníamos un argumento en el que no nos poníamos de acuerdo, que no lográbamos resolver, lo dejábamos todo y jugábamos una partida de tenis. El que ganaba era el que decidía el final.
¿Qué cambió en usted con el que fue su siguiente título?, ¡Oh, Jerusalén! (1972).
Todo. Cuando llegué por primera vez a Jerusalén sentí haber llegado al techo del mundo más próximo a Dios. Sentí la existencia de Dios in-me-dia-ta-men-te. Cuando tu vas al monte de los Olivos, cuando miras esa vieja ciudad… entiendes que tú estás más cerca de algo inexplicable. Creo que con ¡Oh, Jerusalén! conseguimos un libro imparcial con un conflicto que continúa en nuestros días, me siento honrado…

Tanto en árabe como en hebreo Jerusalén significa paz. Usted ha dicho que cree que morirá sin ver resuelto el conflicto.
Porque es un conflicto que tiene una dimensión divina. Y cuando Dios se mezcla con los negocios de los hombres, se complica todo.

Coincidiendo con la muerte de Franco, las librerías españolas amanecen con Esta noche la libertad en sus escaparates.
Se publicó el día anterior a la muerte de Franco, y recuerdo que algunos libreros pusieron un cartelito en el escaparate indicando que ese libro no tenía nada que hacer ante la intensidad de los momentos que estaban viviendo en su país. Pero fue un presagio: “Esta noche, la libertad…”.
Llega 1980 y lanzan su primera novela: El quinto jinete. Durante los años de trabajo con Collins, ¿alguna vez recibieron amenazas?
No, parece increíble, pero sólo felicitaciones. En El quinto jinete, imaginamos que Gadafi ponía una bomba atómica en Nueva York como chantaje contra el presidente de Estados Unidos. Un día un periodista alemán hizo una entrevista a Gadafi y se lo comentó: “¡Ahaa! Es una muy buena idea –contestó él–, y si algún día eso ocurre, será culpa de ese par de periodistas europeos”.
¿Le molestó en alguna ocasión que les consideraran autores de best sellers y punto?
No. Ciertamente, a veces te llaman “autor de best sellers” con cierto desprecio. Bueno, da igual. Yo considero que lo nuestro siempre fue literatura que, además, se vendía mucho. Nunca tratamos temas triviales.
¿Pasaron verdadero miedo en alguna ocasión?
En un trabajo sobre el terreno uno debe estar como en el campo de batalla –ahora virtual–, y supimos vivir bien incluso el temor. Estuvimos por todo el mundo. ¿Sabe? Nuestro secreto, realmente, era hacer una investigación para cada libro tan extensa, tanto, que diera material para escribir cinco libros si nos apetecía. A veces trabajábamos de las seis de la mañana hasta media noche, sin horas libres, sin fines de semana, era un trabajo enorme, ahora me doy cuenta…
Monsieur Lapierre se levanta y abre el paraguas roto. “Voy a enseñarles mi viejo refugio, un lugar donde no dejo entrar a nadie. Hoy voy a hacer una excepción.” Lapierre guía por el camino de piedras blancas, jardines de rosas blancas y amarillas, alambre para impedir el paso de jabalíes y, al final, aparece un pequeño cubículo, una suerte de búnker claustrofóbico relleno de manuscritos, almacén de todos los archivos de sus libros, asfixiante, una sola salida al exterior… una cerilla allí es sentencia de muerte. Y ahí escribe Lapierre.

“Me encanta, este es mi sitio. Son los primeros a los que dejo entrar y fotografiar. Aquí nadie me molesta.” Señala una carpeta con la etiqueta “Rocío”: “Soy miembro de una hermandad y considero que el Rocío es la fiesta más grande de todo el universo”. Mientras le fotografían, Lapierre no cesa de repetir “¡Viva la Blanca Paloma, viva!”. En la puerta cuelga un cartel: “Top secret”.


Para elaborar la investigación que requirió Esta noche la libertad llega a India, se enamora y decide entregarles la mitad de lo que gana.
Por primera vez me enamoro de un pueblo. De la gente. El libro fue un éxito, y le dije a mi esposa: no podemos pararnos aquí. Y entonces tuve la idea: dar la mitad de las ganancias de mis derechos de autor. Siguiendo la senda de Gandhi descubrí el trabajo que había hecho con los intocables y con los enfermos de lepra.
Sube a un avión, llega a Calcuta, se presenta ante la Madre Teresa y le ofrece su dinero para ayudar en su causa.
Cincuenta mil dólares para una institución que se ocupaba de niños leprosos. Estaban a punto de cerrar. Ella me miró, incrédula, y dijo: “¡Oh! Debe de ser Dios quien le manda”, “este es un trocito de cielo en el infierno”. Fue el principio de nuestra pequeña cruzada.
¿Su compromiso con los pobres sigue vigente?
Claro, desde el día en que oí una voz –sí, una voz que crecía internamente– y que me decía: “Está bien ser escritor de éxito, pero no te va a servir de nada si no pasas a la acción, si no haces algo para intentar cambiar ciertas injusticias”. Hasta el momento hemos hecho seiscientos pozos de agua potable y hemos abierto cientos de escuelas (www.citedelajoie.com.).
¿Qué persona le ha marcado más entre todas las que ha conocido?
No es nadie famoso.
No importa.
Una niña. Una niña que se llamaba Padmini. La niña que recogía el carbón de las locomotoras y vivía en el barrio de chabolas de La Ciudad de la Alegría, cerca de Calcuta. Se levantaba a las cinco de la mañana, cada día, para recoger pedacitos de carbón… Esa pequeña criatura, hija de una familia muy pobre, salvaba cada día con ese gesto la vida de los suyos, porque su madre vendía los trocitos a cambio de arroz. Es algo terrible. Y al mismo tiempo, el símbolo de la resistencia.

Está a punto de cumplir los 80 años. A estas alturas, ¿uno cree más en Dios o en el ser humano?
En los dos. Yo creo que mis años de trabajo en India, esa larga investigación, me dieron un sentimiento real de que Dios está en el mundo. He visto muchos pueblos pobres, hombres desesperados, y seguían buscando a Dios. Está. He llegado a esa conclusión después de haber entrado a rezar en mezquitas, en templos hindúes, en iglesias católicas y en sinagogas…
¿Por qué dice que el pensamiento de Gandhi es el que más le ha influenciado?
Un hombre semidesnudo, desposeído de todo, que atraviesa el mundo con un mensaje de amor y tolerancia y logra conquistar la liberación de una quinta parte de la humanidad. ¡Sin un solo fusil! ¿No le parece asombroso?
Conoció a Mandela…
Yo creía que ya lo había aprendido todo en la vida y resultó que no. En el 2006 escribí un libro sobre Sudáfrica –Un arco iris en la noche– y pensé que aquella gente tuvo la enorme suerte de tener a alguien como Mandela en un momento crucial. Después de 28 años de cárcel, en lugar de llamar a su pueblo a la venganza y la violencia, les insta a crear una “nación arco iris”, donde blancos, negros y mestizos convivan. Lo terrible es que en el conflicto de Israel no tengan ningún Mandela al que asirse. Para un escritor como yo fue una gran fortuna investigar junto a esos hombres.
¿Hay epopeyas que no le interesen?
Bueno, yo odio el frío. Así que jamás podría escribir nada, por ejemplo, de los esquimales. Necesito tener una comunión con el país que investigo.
¿Le disgustan las películas que han hecho de sus libros?
Nunca logran aportar lo que un libro de 500 páginas, pero lo que importa es que respeten el mensaje. El nuestro casi siempre fue el mismo: “Siempre hay una manera de sobrevivir a las adversidades”. Luego, si cortan las historias y cambian de sexo al personaje, ¡qué le vamos a hacer! Y si un día quieren hacer una de mí, que me interprete Robert Redford.
Nunca se pone música de fondo mientras escribe, pero ¿sigue teniendo tres carteles a la vista sobre su mesa de trabajo?
Sí. Son muy importantes. En ellos figuran las siguientes palabras: color, ruido y olor. Cada vez que yo escribo una escena quiero que el lector sepa de qué color es, qué ruido la acompaña, cómo huele…
¿Cuándo y cómo empieza un día para usted en la Costa Azul?
Aquí me levanto muy temprano, a las seis, y si hace buen tiempo me voy a cabalgar. Ese es mi yoga cotidiano. ¿Sabe lo que es sentir que, durante dos horas, nadie va a encontrarte por las colinas, estando a diez minutos de Saint Tropez? Es la ¡li-ber-tad-ab-so-lu-ta! Y dos o tres veces al año viajamos a India para trabajar en la fundación. Allí ya nos conocen como sus “hermanos mayores” –“dada” y “didi”– y somos, realmente, como una familia…
Una familia con cien mil personas.
Hicieron algo, hace un par de años, realmente emocionante. Bárbaro. Cien mil niños de la zona escribieron una carta a la presidenta de India pidiendo que “su hermano Dominique” recibiera el Padma Bhushan.
¿Es el máximo galardón que da India a un extranjero?
Sí, es algo así como el premio Nobel de India, cuyo significado sería “el ornamento del loto”. ¿Y sabe cómo lo pidieron? Pusieron una carta pegada a otra… En total, ¡catorce kilómetros! ¡La carta más larga de la historia! Y con eso se presentaron en la puerta de la presidenta. ¡Me lo dieron, claro!
¿Es importante para su labor humanitaria, tener al lado una mujer que le siga en sus proyectos?
¡Es esencial! Dominique es todo alma, tiene un corazón que llega al cielo y lleva la contabilidad como yo nunca conseguiría.
A su edad, tras haber superado un cáncer, ¿qué le mantiene?
El día que yo pierda la curiosidad va a ser el último.

¿Y cómo le gustaría que le recordaran?
He dejado escrito que sobre mi tumba del cementerio de Ramatuelle pongan lo siguiente: “Dominique Lapierre, ciudadano de Calcuta. Todo lo que no se da, se pierde”.
La mitad de los ingresos de la venta de su último libro, Un arco iris en la noche (2008), así como de las próximas reediciones de otros títulos, se destinará a un centro de Calcuta que se encarga del cuidado de niños leprosos.
Con un sucedáneo de canotier sobre la cabeza, el reportero preferido de varias generaciones se despide al grito de “¡Viva la vida! ¡Vivaa!”.
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