La decisión de expulsar a los moriscos fue adoptada por Felipe III, influenciado especialmente por su esposa la reina Margarita, partidaria del destierro
POR GERARDO MUÑOZ LORENTE Ya hemos visto que, a pesar del entusiasmo de algunos eclesiásticos por la expulsión (como el arzobispo de Valencia), la responsabilidad de la Iglesia en la decisión final fue escasa. Esto ha llevado a algunos historiadores a descartar las motivaciones religiosas como determinantes, señalando únicamente las razones políticas como fundamentales.
Sin embargo, las motivaciones religiosas sí que debieron de influir, y mucho, en la voluntad de Felipe III. En primer lugar porque la reina Margarita, cuya opinión pesaba de modo decisivo en el ánimo de su esposo, era claramente partidaria del destierro. Llevada por una mal entendida piedad, abogó por tan extrema solución, según reconoció públicamente el prior del convento de San Agustín de Granada cuando, en el sermón que predicó en las honras fúnebres de la reina, alabó el "odio santo" que ella profesó a los moriscos. Y en segundo lugar porque el soberano español, al igual que sus antecesores, era muy devoto y consciente de sus responsabilidades religiosas como defensor de la fe católica. En su decisión debió de pesar mucho el deseo de acabar con aquella paradoja tímidamente criticada por algunos: mientras se esforzaba por extender la verdadera fe allende los mares, permitía que falsos conversos siguieran viviendo en los territorios peninsulares, en pleno corazón del imperio. Acabando con aquella paradoja de una vez por todas, compensaría además el triste armisticio que recientemente se había visto obligado a pactar con los protestantes en Flandes, después de años de lucha para preservar allí la fe católica. A mayor abundamiento, ni Francia ni Inglaterra podrían escandalizarse por la expulsión de los moriscos del territorio español, por cuanto algo similar habían hecho antes los monarcas francés e inglés con los hugonotes y los católicos irlandeses, respectivamente.
Con todo, las mismas reticencias teológicas que esgrimían los prelados para oponerse a la expulsión de los moriscos, debieron de pesar en el ánimo de Felipe III. Saber que al expulsarlos los ponía en brazos del Islam, condenando sus almas irremediablemente, le hizo dudar durante mucho tiempo. Sobre todo cuando pensaba en los niños, irresponsables aún de ser musulmanes y a los que era posible salvar si se les arrebataba del ambiente islámico familiar. Estas dudas, que tanto atormentaron la conciencia de su padre, hasta el extremo de impedirle expulsar al África a los rebeldes de las Alpujarras, conformándose con desterrarlos a Castilla o Valencia para facilitar su asimilación, fueron no obstante superadas por Felipe III en algún momento, empujado por otras razones, acaso de menor calado moral, pero que a la postre resultaron más determinantes.
Sin embargo, las motivaciones religiosas sí que debieron de influir, y mucho, en la voluntad de Felipe III. En primer lugar porque la reina Margarita, cuya opinión pesaba de modo decisivo en el ánimo de su esposo, era claramente partidaria del destierro. Llevada por una mal entendida piedad, abogó por tan extrema solución, según reconoció públicamente el prior del convento de San Agustín de Granada cuando, en el sermón que predicó en las honras fúnebres de la reina, alabó el "odio santo" que ella profesó a los moriscos. Y en segundo lugar porque el soberano español, al igual que sus antecesores, era muy devoto y consciente de sus responsabilidades religiosas como defensor de la fe católica. En su decisión debió de pesar mucho el deseo de acabar con aquella paradoja tímidamente criticada por algunos: mientras se esforzaba por extender la verdadera fe allende los mares, permitía que falsos conversos siguieran viviendo en los territorios peninsulares, en pleno corazón del imperio. Acabando con aquella paradoja de una vez por todas, compensaría además el triste armisticio que recientemente se había visto obligado a pactar con los protestantes en Flandes, después de años de lucha para preservar allí la fe católica. A mayor abundamiento, ni Francia ni Inglaterra podrían escandalizarse por la expulsión de los moriscos del territorio español, por cuanto algo similar habían hecho antes los monarcas francés e inglés con los hugonotes y los católicos irlandeses, respectivamente.
Con todo, las mismas reticencias teológicas que esgrimían los prelados para oponerse a la expulsión de los moriscos, debieron de pesar en el ánimo de Felipe III. Saber que al expulsarlos los ponía en brazos del Islam, condenando sus almas irremediablemente, le hizo dudar durante mucho tiempo. Sobre todo cuando pensaba en los niños, irresponsables aún de ser musulmanes y a los que era posible salvar si se les arrebataba del ambiente islámico familiar. Estas dudas, que tanto atormentaron la conciencia de su padre, hasta el extremo de impedirle expulsar al África a los rebeldes de las Alpujarras, conformándose con desterrarlos a Castilla o Valencia para facilitar su asimilación, fueron no obstante superadas por Felipe III en algún momento, empujado por otras razones, acaso de menor calado moral, pero que a la postre resultaron más determinantes.
Motivos políticos
La capacidad que tenía el duque de Lerma para influir políticamente en la opinión del rey debió de ser decisiva. Una vez que superó sus propias reticencias, en parte al contentar a la nobleza valenciana, en parte por razones desconocidas pero que a buen seguro debieron de tener igualmente una base económica, el valido se convirtió en el verdadero promotor de la expulsión, convenciendo al rey para que confirmase tal decisión, argumentando graves razones políticas.
Estas razones políticas no estaban impelidas por la opinión pública, contraria en general a los moriscos, pero que de ningún modo tenía capacidad para presionar al poder político, ni tampoco reconocía en ellos un peligro grave e inminente. Ciertamente hubo peticiones de poner coto a los desmanes cometidos por el bandolerismo morisco y a los ataques berberiscos, y existía un generalizado rechazo entre los cristianos viejos a la peculiaridad costumbrista y religiosa de los moriscos, pero no hubo ninguna petición masiva pidiendo su destierro.
Las razones políticas, pues, se sustentaban más bien en la seguridad del Estado y de la Corona, en el temor a un posible ataque exterior en combinación con una conjura interna.
En la reunión del Consejo de Estado del 30 de enero de 1608, el duque de Lerma apoyó la expulsión que requería el arzobispo de Valencia en sus memoriales arguyendo que era un buen momento "por el estado en que se hallan el Turco y las cosas de Berbería", en alusión a la lucha civil que estaban librando el sultán de Marruecos, Muley Cidan, y su hermano, favorecido por el gobierno español. Y en la reunión del mismo Consejo del 4 de abril del año siguiente ratificó la decisión del destierro morisco basándose, entre otras razones político-militares, en el reciente fracaso de una expedición naval española contra Argel y en el peligro que entrañaba para España la victoria de Muley Cidan, que se había apoderado de todo Marruecos y que podría tener la tentación de invadir España con la ayuda de los moriscos.
Sabido era que los moriscos no podían por sí mismos aspirar a una rebelión con posibilidades de triunfo. Sólo con el apoyo de una potencia extranjera o la coalición de varias podían representar un peligro real. Y aunque esta posible alianza de los moriscos con los enemigos de la Corona española era un tema recurrente desde hacía décadas, el duque de Lerma volvió a utilizarlo para convencer a Felipe III, ilustrándolo con las dos conspiraciones descubiertas en 1602 y 1604, planeadas por el duque de La Force y que ya conocemos. Por otra parte, en opinión del valido, la reciente paz firmada en los Países Bajos con los protestantes, permitía la disposición de naves y ejército suficientes para eliminar de una vez para siempre la amenaza morisca.
La capacidad que tenía el duque de Lerma para influir políticamente en la opinión del rey debió de ser decisiva. Una vez que superó sus propias reticencias, en parte al contentar a la nobleza valenciana, en parte por razones desconocidas pero que a buen seguro debieron de tener igualmente una base económica, el valido se convirtió en el verdadero promotor de la expulsión, convenciendo al rey para que confirmase tal decisión, argumentando graves razones políticas.
Estas razones políticas no estaban impelidas por la opinión pública, contraria en general a los moriscos, pero que de ningún modo tenía capacidad para presionar al poder político, ni tampoco reconocía en ellos un peligro grave e inminente. Ciertamente hubo peticiones de poner coto a los desmanes cometidos por el bandolerismo morisco y a los ataques berberiscos, y existía un generalizado rechazo entre los cristianos viejos a la peculiaridad costumbrista y religiosa de los moriscos, pero no hubo ninguna petición masiva pidiendo su destierro.
Las razones políticas, pues, se sustentaban más bien en la seguridad del Estado y de la Corona, en el temor a un posible ataque exterior en combinación con una conjura interna.
En la reunión del Consejo de Estado del 30 de enero de 1608, el duque de Lerma apoyó la expulsión que requería el arzobispo de Valencia en sus memoriales arguyendo que era un buen momento "por el estado en que se hallan el Turco y las cosas de Berbería", en alusión a la lucha civil que estaban librando el sultán de Marruecos, Muley Cidan, y su hermano, favorecido por el gobierno español. Y en la reunión del mismo Consejo del 4 de abril del año siguiente ratificó la decisión del destierro morisco basándose, entre otras razones político-militares, en el reciente fracaso de una expedición naval española contra Argel y en el peligro que entrañaba para España la victoria de Muley Cidan, que se había apoderado de todo Marruecos y que podría tener la tentación de invadir España con la ayuda de los moriscos.
Sabido era que los moriscos no podían por sí mismos aspirar a una rebelión con posibilidades de triunfo. Sólo con el apoyo de una potencia extranjera o la coalición de varias podían representar un peligro real. Y aunque esta posible alianza de los moriscos con los enemigos de la Corona española era un tema recurrente desde hacía décadas, el duque de Lerma volvió a utilizarlo para convencer a Felipe III, ilustrándolo con las dos conspiraciones descubiertas en 1602 y 1604, planeadas por el duque de La Force y que ya conocemos. Por otra parte, en opinión del valido, la reciente paz firmada en los Países Bajos con los protestantes, permitía la disposición de naves y ejército suficientes para eliminar de una vez para siempre la amenaza morisca.
Carta real a los alicantinos
Como escribiera Mikel de Epalza: "De todos estos factores y de su dosificación, en una fórmula que no se conoce aún perfectamente, nació finalmente la decisión política de la expulsión total y definitiva de los moriscos españoles".
El propio Felipe III explicó muchos de estos factores en una carta que dirigió a los jurados y al consejo de la ciudad de Alicante, fechada el 11 de septiembre de 1609, el mismo día en que se firmó el decreto de expulsión.
Después de recordar los esfuerzos hechos para "la conversion de los xpiaños nuevos de esse Reyno, los edictos de gracia que se les concedieron, las demas diligencias que se siguieron para instruyrlos en Nuestra Santa Fé y lo poco que todo ello se ha aprovechado", se lamenta el rey de que los moriscos se hayan dedicado a "maquinar contra estos Reynos", acusándoles a continuación de "hereges, apostatas y predictores de lessa Magestad divina y humana", pues a pesar de que "todavia deseando reducirlos por medios suaves y blandos mandé hacer (É) una nueva instruction y conversion" respondieron conspirando, enviando "personas á Constantinopla y á Marruecos á tratar con el Turco y con el Rey Muley-Adan, pidiendoles que el año que viene embien sus fuerzas en su ayuda y socorro, asegurandoles que hallarán 150,000 hombres tan moros como los de Berbería que les asistirán", razones estas por las que ha decidido "que cesse la heregia y apostasia de esa mala gente de que Ntro. Señor está tan ofendido", adoptando medidas "urgentes y precisas para prevenir el peligro en que agora estays y el mucho amor que os tengo Me han movido á tomar esta resolucion" de expulsar a los moriscos del reino de Valencia "conforme á lo que os advirtiere y ordenare el Marqués de Carazena mi Lugar-Teniente y Capitan General de esse Reyno".
Como escribiera Mikel de Epalza: "De todos estos factores y de su dosificación, en una fórmula que no se conoce aún perfectamente, nació finalmente la decisión política de la expulsión total y definitiva de los moriscos españoles".
El propio Felipe III explicó muchos de estos factores en una carta que dirigió a los jurados y al consejo de la ciudad de Alicante, fechada el 11 de septiembre de 1609, el mismo día en que se firmó el decreto de expulsión.
Después de recordar los esfuerzos hechos para "la conversion de los xpiaños nuevos de esse Reyno, los edictos de gracia que se les concedieron, las demas diligencias que se siguieron para instruyrlos en Nuestra Santa Fé y lo poco que todo ello se ha aprovechado", se lamenta el rey de que los moriscos se hayan dedicado a "maquinar contra estos Reynos", acusándoles a continuación de "hereges, apostatas y predictores de lessa Magestad divina y humana", pues a pesar de que "todavia deseando reducirlos por medios suaves y blandos mandé hacer (É) una nueva instruction y conversion" respondieron conspirando, enviando "personas á Constantinopla y á Marruecos á tratar con el Turco y con el Rey Muley-Adan, pidiendoles que el año que viene embien sus fuerzas en su ayuda y socorro, asegurandoles que hallarán 150,000 hombres tan moros como los de Berbería que les asistirán", razones estas por las que ha decidido "que cesse la heregia y apostasia de esa mala gente de que Ntro. Señor está tan ofendido", adoptando medidas "urgentes y precisas para prevenir el peligro en que agora estays y el mucho amor que os tengo Me han movido á tomar esta resolucion" de expulsar a los moriscos del reino de Valencia "conforme á lo que os advirtiere y ordenare el Marqués de Carazena mi Lugar-Teniente y Capitan General de esse Reyno".
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