A esos dos chicos ecuatorianos, Estacio y Palate, les debemos algo.  Un homenaje, un sentimiento, una honra, una oración, un luto, un gesto. Una  memoria de dolor que acompañe siquiera un poco su soledad de muertos  intempestivos, un respeto que dignifique su condición de víctimas, de inocentes  asesinados por el delirio terrorista, y les saque de ese limbo neutro y ausente  de simples difuntos, inoportunamente involucrados en una casualidad siniestra,  un «trágico accidente», que dijo alguien con necia superficialidad preventiva. Y  se lo debemos nosotros, los ciudadanos, los que nos comimos las uvas con el  alborozo de costumbre y brindamos con cava por el año nuevo mientras sus cuerpos  aplastados permanecían bajo los escombros de Barajas, los que no quisimos  permitir que la muerte injusta y vil de dos inmigrantes nos ensombreciese el  jolgorio y la fiesta. Ay, si en vez de en las montañas lejanas del Ecuador esos  muchachos hubiesen nacido en Logroño, en Valladolid o en Granada. Cuántas velas  habríamos encendido, cuánto llanto habríamos derramado, cuántas manifestaciones  habríamos organizado, con cuánta fuerza se habría conmovido nuestra indignación  colectiva.
 El Gobierno se los quitó de encima como pudo, deprisa y corriendo,  un pésame murmurado y adiós, que ni un responso permitieron en el breve oficio  de despedida; sus cadáveres eran el testimonio incómodo de un fracaso, el habeas  corpus de un descalabro político, y urgía enviarlos bien pronto allá lejos, a su  dolido entorno de soledades campesinas, de ponchos tristes y flores rotas, donde  su duelo no estorbase los discursos de galería ni interrumpiese con preguntas  incontestables el pétreo, inexorable pragmatismo de la política. Y ETA ya se ha  quitado, literalmente, los muertos de encima: fue un error técnico, han dicho  los asesinos con su fría crueldad, quién iba a pensar que cuando se hace  explotar media tonelada de dinamita puede producirse alguna víctima. Pelillos a  la mar; la tregua sigue, los vivos al bollo del diálogo y la autodeterminación,  y los muertos al hoyo gélido del desamparo y el olvido. Nada de qué preocuparse,  un alivio, no eran enemigos del pueblo vasco.
 Pero nosotros, los ciudadanos, tenemos una deuda. Con ellos, con  Estacio y Palate, y con nosotros mismos; con nuestra dignidad colectiva, con  nuestra responsabilidad moral. La deuda de demostrar que nos duele su muerte,  que nos amputa parte de lo que somos, que no tragamos con la cínica minimización  de la tragedia. Que no fue un accidente, ni una casualidad, ni una desgracia, ni  un daño colateral, sino un asesinato, un acto terrorista, un crimen, una vileza.  Un atentado cruento, un golpe más a nuestra libertad, a nuestra convivencia, a  nuestra democracia, a nuestra ciudadanía. Y que no son dos muertos fortuitos que  se olvidan para siempre con la lorquiana soledad de los perros apagados, sino  dos nuevas víctimas inocentes que estremecen el corazón herido de España. Dos de  los nuestros, pese a quien pese.
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